Celo por las almas

Lc 10,1-9 (Evangelio correspondiente a la Fiesta de San Cirilo y Metodio)

En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. 

“No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa.’ Y, si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: ‘Está cerca de vosotros el reino de Dios’.”

Una y otra vez hay que hablar de la misión, porque es un encargo del Señor mismo. Si se la descuidara o se la transformara hasta el punto de dejarla irreconocible, moriría la esperanza y el hombre se sumiría en la oscuridad de muchos errores.

¿Será que los cristianos estamos suficientemente conscientes de ello? ¿Tenemos en claro que lo que está en juego es la salvación de las almas y que a todos los hombres se les debe anunciar la salvación en Cristo? ¿No ha penetrado acaso en nuestra Iglesia un espíritu que tildaría de exagerada y proselitista esta convicción y el celo que de ella se deriva? Si nos fijamos bien, constataremos que se habla poco de la misión en el sentido en que la entendían y practicaban los dos santos de hoy, Cirilo y Metodio, que anunciaron incansablemente el Evangelio a los eslavos.

Pero, ¿cómo inflamar de nuevo el celo apostólico? No hay otra manera que recordando cada día que el Señor mismo nos dejó el mandato de “hacer discípulos a todos los pueblos” (Mt 28,19-20), y que es la Voluntad de Dios que el Evangelio sea llevado en toda su plenitud a los hombres. No son nuestras preferencias e inclinaciones las que están en primer plano, sino el proyecto del Señor, que nos honra al llamarnos a cooperar en la obra de la salvación.

Si en nuestra Iglesia ha disminuido el celo apostólico, deberíamos examinar cuál es la causa y qué clase de espíritu está obrando aquí, relativizando la importancia absoluta del anuncio del Evangelio para la salvación de las almas. ¿Qué clase de espíritu es el que quiere llevarnos a preocuparnos más por el bienestar material y social de las personas que por su salvación eterna? No cabe duda de que también debemos preocuparnos por lo primero, pero nunca a costa de la primacía de la salvación eterna de las almas. ¡Esto es lo más importante!

Hace poco me enviaron un sermón en el que se mostraba con mucha claridad la primacía de la salvación de las almas. Para subrayarla, el sacerdote dio un ejemplo muy conmovedor, hablando sobre el hundimiento del Titanic. El gigantesco barco británico era el más grande de la época, un milagro de la tecnología y el orgullo de sus constructores. Se decía que era insumergible, y probablemente algunos lo veían como una victoria de la tecnología humana, incluso un triunfo sobre Dios… Así, algunos de los que trabajaban en la construcción del barco hicieron inscripciones en sus paredes con frases como éstas: “No necesitamos a Dios ni al Papa”; “Ni siquiera Cristo puede hundir este barco”, entre otras blasfemias. A pesar de que se cubrieron con barniz estas inscripciones, la mayor parte de ellas volvieron a hacerse visibles. También el capitán blasfemaba durante el almuerzo…

Sin embargo, el “barco insumergible” chocó con un iceberg en su viaje inaugural y se hundió. No había suficientes botes salvavidas para todos los pasajeros, y así muchos de ellos tuvieron que enfrentarse a la muerte. En el barco viajaban también tres sacerdotes. Ellos renunciaron a la posibilidad de salvar su vida y prefirieron quedarse con las personas que seguían en el barco o se hundían en las aguas, rezando con ellas y escuchando sus confesiones.

Estos sacerdotes “titánicos” habían entendido lo que estaba en juego en aquel momento: la salvación de las almas. Su vida terrenal ya no podía salvarse, pero sí su vida eterna.

El sacerdote que dio este ejemplo en el sermón señaló que, en medio de esta desgracia, no pocas personas volvieron a Dios en su última hora, y que el Señor puede valerse incluso de una tragedia tal para la salvación de las almas.

Ciertamente es una situación muy dramática. Pero no sabemos con seguridad si no nos sobrevendrá a nosotros algo similar. ¿Estamos preparados para presentarnos ante el Rostro de Dios?

Pero este acontecimiento no sólo debe llevarnos a reflexionar sobre nuestra propia salvación; sino, aún más, sobre la de las otras personas…. Si se han negado a creer, a pesar de que se les haya anunciado el Evangelio, ¿qué les queda cuando se acerca el momento de su muerte? ¿Acaso la situación actual del mundo no se parece a la del gigante transatlántico? ¿No será que Dios permite ciertas plagas para que las personas lo invoquen y se conviertan? Pero, ¿quién les dirá dónde pueden encontrar a Dios y cuán grande es su amor por ellos? ¿Dónde están aquellos que, sabiéndose enviados por el Señor, le digan al barco naufragante del mundo dónde está la salvación y qué es lo que realmente cuenta en la vida?

En el contexto de la “misión de los 7 años”, que expliqué brevemente en mi última conferencia (https://youtu.be/3Qt1dJNuJEU?t=1856), nuestra intención de oración durante el mes de febrero es pedirle al Señor que envíe obreros a su mies, tal como Jesús nos exhorta a hacerlo en el evangelio de hoy:  “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies.”

Se necesitan obreros que anuncien el Evangelio sin recortes y que estén convencidos de que el mensaje del Señor es incomparablemente importante para la salvación de las almas. Si nos sabemos enviados por el Señor y nos preocupamos por la salvación de las almas, estos dos aspectos deberían ser nuestra profunda motivación para hacer todo lo que esté en nuestras manos por servir a Dios y a los hombres.

¡Que el Señor inflame en los obreros de su mies el celo apostólico, así como lo hizo con los dos hermanos Cirilo y Metodio y con los heroicos sacerdotes en el Titanic, para quienes la salvación de las almas era más importante que su propia vida terrenal!

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