La buena nueva para la humanidad

Is 61,1-3 (Lectura correspondiente a la memoria de San Martín de Tours)

El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres, a curar a los de corazón quebrantado, a proclamar el perdón a los cautivos, la libertad a los prisioneros, y a pregonar el año de gracia del Señor,
el día de la venganza de nuestro Dios. El Señor me ha enviado a consolar a los afligidos,
los afligidos de Sión, a cambiar su ceniza en diadema, sus lágrimas en aceite perfumado de alegría y su abatimiento, en cánticos.

Gracias a Dios, podemos ver con nuestros ojos cómo estas palabras del profeta se cumplieron en la venida del Mesías, el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo. Quien se encuentra con Él experimenta cómo sus ojos se abren y empieza a ver. En la vida de Jesús se hacen presentes y eficaces todos los maravillosos dones de Dios, de manera que no tengamos que echar de menos ninguna perfección en Él, sino que lo miremos siempre y reconozcamos una y otra vez: “¡Eres Tú a quien ama nuestra alma, eres Tú quien nos ha amado desde siempre, eres Tú quien nos ha allanado el camino hacia la eternidad, para que lleguemos a la gloria de Dios donde ya no hay “gritos ni fatigas” (Ap 21,4)! ¿Cómo podremos jamás agradecerte?”

¡Hay tantos corazones rotos! Todos los hombres han sido creados por amor y para el amor. ¡Cuántas veces sucede que no encuentran este amor y su corazón permanece vacío! Todas las cosas de este mundo, que pretenden llenar ese vacío, pero no pueden aportar el verdadero amor, dejan el corazón insatisfecho y herido. El alma sangra y se marchita poco a poco. Pero el Redentor del género humano conoce cada corazón y no escatimará esfuerzos para sanarlo con su amor. Sólo hay que abrirle las puertas y dejarle entrar, creerle y confiar en Él.

Entonces el Espíritu Santo tocará suavemente nuestro corazón y sanará sus heridas, descendiendo hasta el fondo del alma y haciéndole saber: “Ahora has llegado a casa. Ya no tienes que seguir mendigando amor de los hombres. Yo estoy aquí. Yo soy el amor derramado en tu corazón. El Padre y el Hijo me han enviado a ti, y si me escuchas y me sigues yo lavaré las manchas de tu pecado, regaré la tierra seca en tu interior, te sanaré de la enfermedad que te acongoja, infundiré calor de vida en el hielo que aún rodea tu corazón, te liberaré de la rigidez y de la parálisis interior y te conduciré por el camino de la paz. Todo esto lo hago simplemente porque te amo y quiero que vivas de verdad.”

siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza.

Y los pobres escuchan la buena nueva que les anuncia el Rey del cielo y de la tierra, que se hizo pobre para enriquecerlos con su pobreza (2Cor 8,9) y se convierte Él mismo en su tesoro indestructible, si tan sólo lo dejan entrar. Sea quien sea, viva donde viva: Jesús no se ha olvidado del pobre. Antes bien, se dirige a él y le otorga la verdadera dignidad de los hijos de Dios. Sólo hay que abrirle las puertas y creerle, así como la viuda de Sarepta confió en el profeta Elías y todo cambió. El pobre posee ahora un tesoro que los ricos no conocen si le han cerrado su corazón. Una pobre cabaña se convierte en un palacio cuando entra en ella el verdadero Rey. Un palacio, en cambio, se convierte en una miserable choza si cierra sus puertas al verdadero Rey.

¡Cómo aprisiona el pecado a una persona, oscureciéndola y desfigurando su ser! Pierde su belleza y los poderes de las tinieblas la encadenan. Si intenta levantar la cabeza, el peso del pecado vuelve a oprimirla y los despiadados demonios quieren impedirle erguirse. Cuán triste es el estado de una persona que ya no identifica el pecado y, en consecuencia, tampoco conoce aquella libertad que el Hijo de Dios concede a los que le aman. “Si el Hijo os da libertad, seréis verdaderamente libres” –nos asegura Jesús (Jn 8,36), y hace todo lo posible para que el hombre adquiera esta libertad.

De aquellos que ya conocen y siguen a Jesús también depende que esta gracia pueda llegar a otras personas. El poder de la oración es inagotable, y son muchos los que han encontrado el camino de la salvación gracias a las oraciones de aquellos que piden incansablemente por la conversión de los hombres. Entonces puede llegar para la persona ese momento en que escucha la voz del Señor, sus oídos se abren y sus ojos empiezan a ver. Comprende que el Señor ha pagado el precio de rescate por ella, que la ha comprado del poder de las tinieblas y le ha quitado las cadenas que ella misma nunca hubiese podido soltar.

Entonces llega el día en que el Señor empieza a limpiar el alma de su suciedad, a adornarla con sus dones y a revestirla con el traje de bodas que el Redentor le ha preparado. Es el traje de bodas para que la humanidad pueda entrar al banquete del Cordero en el tiempo y en la eternidad.

Ahora cobran vida las palabras del profeta Isaías: ¡Se ha pregonado el año de gracia del Señor y aún está en vigencia para todos! Pero urge que la humanidad lo sepa, para que reconozca a su Salvador, se convierta y viva.

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