Hch 11,21b-26.13,1-3
En aquellos días, muchos creyeron y se convirtieron. Al enterarse de esto, la Iglesia de Jerusalén envió a Bernabé a Antioquía. Cuando llegó y vio la gracia que Dios les había concedido, él se alegró mucho y exhortaba a todos a permanecer fieles al Señor con un corazón firme. Bernabé era un hombre bondadoso, lleno del Espíritu Santo y de mucha fe. Y una gran multitud adhirió al Señor. Entonces partió hacia Tarso en busca de Saulo,
y cuando lo encontró, lo llevó a Antioquía. Ambos vivieron todo un año en esa Iglesia y enseñaron a mucha gente. Y fue en Antioquía, donde por primera vez los discípulos recibieron el nombre de «cristianos».
En la Iglesia de Antioquía había profetas y doctores, entre los cuales estaban Bernabé y Simeón, llamado el Negro, Lucio de Cirene, Manahén, amigo de infancia del tetrarca Herodes, y Saulo. Un día, mientras celebraban el culto del Señor y ayunaban, el Espíritu Santo les dijo: “Resérvenme a Saulo y a Bernabé para la obra a la cual los he llamado”. Ellos, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron.
Nosotros tenemos el honor de portar el nombre de “cristianos”; un nombre que deriva directamente del Nombre y de la misión de nuestro Redentor; un nombre que ha de llegar al mundo entero; un nombre que conlleva la responsabilidad de anunciar el gran don de Dios a la humanidad y testificarlo a través de nuestra vida.
En los tiempos de persecución a la Iglesia naciente, el Evangelio fue anunciado también a los griegos en Antioquía, después de que inicialmente sólo les había sido predicado a los judíos. Allí tuvo buena acogida y, como dicen los Hechos de los Apóstoles, “un gran número creyó y se convirtió al Señor”. Cuando lo supo la iglesia en Jerusalén, enviaron a Bernabé a Antioquía, y él pudo ver con sus propios ojos la obra del Espíritu Santo, “y a todos les exhortaba a permanecer en el Señor con un corazón firme”.
Esta exhortación es un legado para todos nosotros. No sólo se trata de que conozcamos al Señor, acojamos su gracia y recibamos así los frutos de la Redención; sino que además estamos llamados a permanecer fieles al Señor, a la fe tal como nos fue transmitida por la Tradición y a la vocación que nos ha sido encomendada. El mejor ejemplo de fidelidad lo encontramos en Dios mismo, pues, pase lo que pase, Él nos muestra su amor con inquebrantable fidelidad. Todo el Antiguo Testamento nos habla de esta fidelidad de Dios, que desgraciadamente muchas veces tiene que ser contrastada con la infidelidad del hombre.
En nuestros días, tenemos que permanecer fieles especialmente a la Iglesia. Sabemos que el mundo se está abriendo a las influencias anticristianas, despreciando cada vez más los mandamientos de Dios y a veces incluso pervirtiéndolos en lo contrario. Pero lamentablemente tenemos que constatar que este espíritu anticristiano también está penetrando cada vez más en nuestra Iglesia, intentando debilitarla por dentro, destruirla o incluso servirse de ella de forma muy sutil para construir una entidad religiosa hecha por el hombre y, en consecuencia, influenciada por fuerzas demoníacas. ¡Difícilmente podríamos identificar a nuestra santa Iglesia Católica en un constructo tal!
En esta etapa de la historia de la Iglesia, la fidelidad es particularmente necesaria: fidelidad al Señor, a su Palabra, a la auténtica doctrina y praxis de la Iglesia. Busquemos la oración constante, la profundización de la relación con nuestra Madre María, el camino de la santidad y todo aquello que hace parte de nuestra fe católica.
Sin duda nos encontramos en tiempos de crisis, y es entonces cuando nuestra fe debe probar su solidez y demostrar que está realmente fundada en el Señor. Todo puede derrumbarse, el cielo y la tierra pasarán; pero la Palabra del Señor permanece para siempre (Mt 24,35). ¡Este es nuestro consuelo en medio de tanta confusión!