Os 10,1-3.7-8.12
Israel era Vid frondosa, acumulaba frutos: cuanto más fruto producía, más multiplicaba los altares; cuanto mejor era su tierra, mejores estelas construía. Su corazón está dividido, pero ahora lo van a pagar; él romperá sus altares, demolerá sus estelas. Entonces dirán: “No tenemos rey, porque no hemos temido al Señor, y el rey, ¿qué nos podría hacer?” ¡Se acabó Samaría! Su rey es como la espuma flotando sobre el agua. Serán destruidos, demolidos los altozanos de Bet Avén, el pecado de Israel. Cardos y zarzas cubrirán sus altares. Entonces dirán a los montes: “¡Aplastadnos!” y a las colinas: “¡Caed sobre nosotros!” Sembrad justicia, cosechad amor, cultivad lo que es barbecho; ya es tiempo de buscar al Señor, hasta que venga y llueva sobre vosotros la justicia.
De nuevo nos encontramos hoy con el pueblo apóstata, cuyo corazón se ha apartado del Señor. Se dejó seducir por las riquezas, las abundantes cosechas y todos los tesoros que Dios había depositado en la tierra y bendecido para bien de los hombres…
En efecto, las riquezas materiales son un peligro para las personas, si no las manejan adecuadamente. Proporcionan una falsa seguridad, un sentimiento de tener una calidad de vida especial, que fácilmente lleva a relegar a Dios a un segundo plano. Por ello, la Sagrada Escritura nos advierte del apego a las riquezas: “Aunque crezcan vuestras riquezas, no les deis el corazón” (Sal 62,11b).
También la belleza de las cosas terrenales y de las personas puede confundir nuestros sentidos. En lugar de considerarla como un don de Dios y agradecérsela a Él, se convierte en tema primordial para nosotros. En lo referente a la apariencia física, se cae entonces en la vanidad, dándole demasiada importancia a la propia persona o a otra…
En este contexto, es sumamente importante uno de los siete dones del Espíritu Santo: el de ciencia. Éste nos permite reconocer claramente que las criaturas, sean las que fueren, no son nada por sí mismas. Cuando el don de ciencia despliega su eficacia en nosotros, nos enseña que todo procede de la bondad y belleza de Dios, de manera que no apegamos desordenadamente nuestro corazón a los bienes pasajeros de todo tipo[1].
Lo que está en juego es nuestro corazón, que no ha de estar dividido, como el profeta Oseas le hace ver al Pueblo de Israel en este pasaje. De hecho, es una gran paradoja que, por una parte, le pidamos todo a Dios y lo recibamos de Él, y después olvidemos al Dador de los bienes, nos apropiemos de las cosas y, en el peor de los casos, las convirtamos en ídolos. A éstos Dios los desenmascara diciendo: “Plata y oro son sus ídolos, obra de mano de hombre” (Sal 115,4). ¡No se debe adorar la “hechura de manos humanas”!
Sin embargo, existe siempre la posibilidad de convertirse, como Dios se la ofrece al Pueblo en el texto de hoy: sembrar justicia, volverse al Señor e ir en su busca.
Es gracias a la infinita misericordia de Dios que el hombre recibe una y otra vez una nueva oportunidad de dejar atrás la vida de pecado y confusión para volverse al Señor. Entonces, con la ayuda de Dios, aprende a apartar su corazón de todo cuanto desagrada al Señor, a liberarlo de todo apego y a desatar todas las cadenas que resultan de ahí…
Al volverse sinceramente a Dios, se da la conversión. Y a partir del momento en que se la experimenta, esta conversión debe ponerse en práctica día tras día, hasta que nuestro corazón le pertenezca enteramente a Dios, porque sólo en Él está nuestro verdadero hogar.
Quien aún busque su “hogar” y su seguridad en la Creación y en las otras personas, no lo ha entendido aún. El amor de las personas es un maravilloso regalo, pero no puede ser nuestro “hogar” definitivo. La realidad de la muerte nos enseña esta lección, pues a ella uno se enfrenta solo y para el creyente representa el retorno definitivo a casa.
[1] En este video se puede conocer más sobre el don de ciencia: https://www.youtube.com/watch?v=Yblr9rhGwv8&t=498s