Profesar nuestra fe con valentía

Mc 4,21-25

En aquel tiempo, dijo Jesús a la muchedumbre: “¿Acaso se trae la lámpara para ponerla debajo del celemín o debajo del lecho? ¿No es para colocarla en el candelero? Pues nada hay oculto si no es para que se manifieste, y nada sucede en secreto, sino para que acabe siendo descubierto. Quien tenga oídos para oír, que oiga.”

Les decía también: “A ver si atendéis bien. Seréis medidos con la medida con que midáis, y aun con creces, pues al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene.”

 Es muy claro lo que aquí nos quiere decir Jesús: la fe en Dios no es un asunto privado; no es de carácter esotérico y oculto. Si Jesús dice: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12) –¡y de hecho lo es!— entonces esta luz debe alumbrar a todos los hombres. Si nosotros mismos vivimos en esta luz, damos testimonio de la “Luz del mundo”, que ha venido de parte de Dios para llamar a los hombres a entrar en su Reino.

 Como cristianos no podemos dejarnos intimidar cuando en nuestro alrededor haya cada vez menos interés de conocer a Dios, o cuando incluso se reaccione con hostilidad hacia Él. Frecuentemente antes de que tenga inicio una persecución, se pretende relegar el anuncio cristiano a la esfera privada.  Y después de haber intentado esto, se ataca y persigue directamente a la fe y a los creyentes.

 Por ello vale ser prudentes en el anuncio que nos ha sido confiado, sin olvidar jamás que debemos confesar a Jesús ante los hombres para que Él nos confiese ante los ángeles (cf. Lc 12,8). Esto aplica también para nuestros valores cristianos, como la pureza, la indisolubilidad del matrimonio, la protección de la vida desde la concepción hasta la muerte natural, entre muchos otros.

 ¿Cómo podrán las personas aceptar la fe si no les es anunciada? ¿Quién más que nosotros les hablará a nuestros niños del infinito amor de nuestro Padre Celestial? ¿Quién consolará a los tristes? ¿Quién saciará el hambre de aquellos que están en busca de la verdad? ¿Quién llevará la luz de la fe a las naciones, sino aquellos que, aun en las más difíciles circunstancias, son testigos de Cristo?

 La luz debe ser puesta sobre el candelabro -esto es lo que hoy nos enseña Jesús. ¡No tengamos miedo de dar testimonio de Él! Escuchemos, pues, con mucha atención lo que hoy nos quiere decir la Palabra de Dios, y tratemos de ponerlo en práctica en nuestra vida.

 Así también se cumplirá la siguiente palabra que Jesús nos dice en este contexto: “Seréis medidos con la medida con que midáis, y aun con creces.”

 Jesús quiere dejarnos en claro que cuando nos entregamos del todo a Dios y, en Él, a las personas, recibiremos cada vez más de Él. Podemos aplicarlo fácilmente a los conceptos de la luz y del amor. Cuanto más acojamos la luz del Señor, es decir, a Él mismo; cuanto más vivamos en Él y demos testimonio de Él, tanto más crecerá Su luz en nosotros.

 En cambio, si nos ocupamos solo muy poco de Dios, será también poco lo que recibamos. Si damos poco a las personas, también será poco lo que recibamos.

 Esta enseñanza de Jesús nos quedará aún más clara si la aplicamos al concepto de amor. Si recibimos el amor de Dios y lo regalamos también a los demás, entonces el amor crecerá. Dios nos da tanto; Él distribuye su amor con tanta generosidad, que su único límite es nuestra capacidad de recepción. Por tanto, cuanto más se ensanche nuestro corazón en ese amor, tanto más podremos recibirlo y dejarnos impregnar por él.

 Lo mismo sucede cuando nosotros compartimos ese amor: ¡Nunca disminuirá; al contrario, crecerá! En cambio, si nos lo guardamos para nosotros mismos, corremos el riesgo de que se pierda nuestro amor, de que el corazón se enfríe, buscándose solo a sí mismo. Entonces no se ha comprendido la esencia del amor y de la luz, que tienden a difundirse y quieren alumbrar y calentarlo todo.

 Entonces, hoy Jesús nos invita claramente a hacer fecundo el don de la fe que se nos ha confiado. Cada uno podrá preguntarse qué significa esto concretamente en su vida. A Dios podemos amarlo sin límites, buscarlo con todo nuestro ser y permanecer con Él sin reserva alguna. A las personas también podemos amarlas profundamente en Dios y al modo de Dios; pero la medida de nuestra entrega a ellas debe ser acorde a lo que corresponde a una creatura, a un hermano o una hermana; y no puede ser la misma medida de la entrega a Dios.

 Ahora bien, ¿qué podemos hacer si todavía tenemos un corazón frío, si somos lentos en obrar el bien, si a pesar de que queremos amar no somos capaces de realizar nuestros buenos propósitos, y terminamos decepcionados de nosotros mismos y desalentados?

 ¡Entonces partamos del punto donde estamos! En medio de todas nuestras limitaciones y debilidades, hagamos una declaración de nuestro amor a Dios y regalemos a nuestro prójimo un gesto de afecto. 

 Dios nos conoce muy bien y sabe apreciar el esfuerzo que hacemos por Él. ¡No somos perfectos! Pidámosle al Señor que caliente nuestro frío corazón; que nos ayude a superar nuestra pereza… Lamentémonos delante de Él de que quisiéramos amar más de lo que amamos; que quisiéramos ser una luz que alumbre más… ¡y supliquémosle que nos ayude!

 Dios se fijará en nuestra intención y no despreciará la súplica que le dirigimos en medio de nuestra debilidad.

 Prestemos mucha atención hoy, como nos lo aconseja Jesús en el Evangelio, y pongámonos en camino para servir a Aquél que es la Luz del mundo, y, en Él, convertirnos también nosotros en luz.


Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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