Ef 3,14-19 (Lectura correspondiente a la memoria de San Buenaventura)
Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que, en virtud de su gloriosa riqueza, os conceda fortaleza interior mediante la acción de su Espíritu, y haga que Cristo habite por la fe en vuestros corazones.
Y que de este modo, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conozcáis el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento. Y que así os llenéis de toda la plenitud de Dios.
Hoy conmemoramos a un hombre que poseía grandes dotes intelectuales y supo ponerlas enteramente al servicio del Reino de Dios. San Buenaventura nació hacia el año 1221 en Bagnoregio (Italia) y murió el 15 de julio de 1274 en Lyon (Francia). Este santo era un escriba que brillaba como el sol (cf. Mt 13,43). Debido a su ardiente amor al Señor, se lo llamó el “Doctor Seráfico”.
De San Buenaventura se dice que, siendo niño, fue curado por Dios gracias a la bendición que le dio San Francisco de Asís. Según esta misma fuente, también su nombre se lo habría dado este santo. Cuando su madre llevó al niño curado donde el moribundo Francisco, éste habría exclamado: “¡Oh, buena ventura!” Así, posteriormente su nombre religioso como franciscano fue: Buenaventura.
El eje de todo su pensamiento y de su fe era la Biblia, como fuente del conocimiento de Dios; un jardín en el que encontramos alimento; el Corazón de Dios, su boca, su lengua y su pluma… En su opinión, habría que cuidarse de no echar demasiada “agua filosófica” en el “vino de la Sagrada Escritura”. El Papa León XIII llamó a San Buenaventura el “príncipe de los místicos”.
Podrían enumerarse muchos episodios de su abundante y fructífera vida: por ejemplo, cómo guió la Orden de los Franciscanos, cómo propuso a Gregorio X como Papa y efectivamente llegó a serlo; cómo este mismo Papa lo nombró cardenal y obispo; cómo el santo preparó el Segundo Concilio de Lyon y lo presidió hasta el año de su muerte, etc…
Sin embargo, siguiendo también la acertada lectura que se ha escogido para la memoria de San Buenaventura, queremos enfocarnos más bien en su visión espiritual y saborear algo de su experiencia interior de Dios.
Puesto que estas meditaciones diarias siempre están enriquecidas con los cantos de Harpa Dei (y, a propósito, hoy escuchamos el Himno al Sagrado Corazón de Jesús que fue compuesto precisamente por San Buenaventura), queremos citar en primer lugar una maravillosa frase de este santo sobre la música:
“Para el moribundo, la música es como una hermana; es el primer dulce sonido del más allá; y la musa del canto es la hermana mística que apunta al cielo.”
Escuchemos ahora un extracto del Himno al Sagrado Corazón, compuesto por San Buenaventura:
“¡Oh corazón, arca que contiene la ley;
pero no de la antigua esclavitud,
sino de la gracia, del perdón y de la misericordia!
Tu amor ha querido herirte
con una lanza que te dejara abierto,
para que venerásemos las llagas de tu amor invisible.
¿Quién no devolverá amor al que así nos ama?
¿Quién de los redimidos no le amará
y escogerá en ese corazón su eterna morada?”
Como todos los verdaderos místicos, San Buenaventura estuvo inflamado de amor. En efecto, el amor es el fuego que arde en nuestros corazones y consume todo aquello que se interpone en su camino. En el amor estamos arraigados y cimentados, como nos dice la lectura de hoy. En este amor, podemos “comprender la anchura y la longitud, la altura y la profundidad” y conocer “el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento.”
En su pequeño libro “Itinerario de la mente hacia Dios”, San Buenaventura nos ofrece la siguiente reflexión:
“Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera; y el vehículo, él, que es la placa de la expiación colocada sobre el arca de Dios y el misterio escondido desde el principio de los siglos. (cf. Col 1,26)”
El santo nos invita a mirar al Crucificado “con fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo”, para así llevar a cabo el “paso”, la transición a la vida interior.
En la vida mística (es decir, la experiencia interior de Dios), no es la mente humana la que asume la guía; sino el Espíritu Santo, que enciende en nosotros el fuego del amor. ¡Él ha de inflamarnos hasta la médula!
“Si quieres saber cómo se realizan estas cosas, pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al anhelo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos. Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén (Is 31,9) (…). Nadie puede ver a Dios y quedar con vida (Ex 33,20). Muramos, pues, y entremos en la oscuridad. Impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: ‘Eso nos basta’ (Jn 14,8).”
En la figura de San Buenaventura, la erudición está acompañada de la capacidad de dirigir y ordenar. Su vida se nutre del encuentro íntimo con el Crucificado, quien, a través del Espíritu Santo, inflamó su corazón con un gran amor. En el ejemplo de este santo, se puede ver que una mística sana se complementa muy bien con las obras. ¡Le damos las gracias al Señor por habernos regalado a este santo! ¡Y a San Buenaventura por haber respondido a su llamado!