Yo soy el Señor y no hay otro

Is 45,6b-8.18.21b-25

“Yo soy el Señor, y no hay otro. Yo modelo la luz y creo la tiniebla, yo construyo la dicha y creo la desgracia. Yo, el Señor, hago todo esto. Destilad, cielos, el rocío de lo alto; derramad, nubes, la victoria. Ábrase la tierra y germine la salvación, que produzca juntamente la justicia. Yo, el Señor, lo he creado.” Esto dice el Señor, el Creador de los cielos, él, que es Dios, plasmador de la tierra, su hacedor; él, que la ha afianzado, no la creó vacía, sino que la hizo para ser habitada: “Yo soy el Señor y no hay otro. No hay otro Dios fuera de mí. Yo soy un Dios justo y salvador,
y no hay ninguno más. Volveos hacia mí para salvaros, confines de la tierra, pues yo soy Dios, y no hay otro. Yo juro por mi nombre, de mi boca sale una sentencia, una palabra irrevocable: Ante mí se doblará toda rodilla, por mí jurará toda lengua”; dirán: “Sólo el Señor tiene la victoria y el poder”. A él vendrán avergonzados los que se enardecían contra él; con el Señor triunfará y se gloriará la estirpe de Israel”.

El Señor nos dice nuevamente la simple y sencilla verdad: “Yo soy el Señor, y no hay otro.” Una verdad con consecuencias de gran alcance, pues descarta la idolatría y cualquier forma de culto al hombre. 

“No hay otro Dios fuera de mí. Yo soy un Dios justo y salvador, y no hay ninguno más.” 

¡Sólo el Dios Trino es el verdadero Dios! Así como Él se lo comunicó al Pueblo de Israel, el mundo entero ha de enterarse de esta verdad, para que sea vencido cualquier engaño y ceguera provocados por los poderes de la oscuridad. Quizá hemos perdido un poco la valentía para anunciar esta verdad con toda claridad; quizá consideremos que sería presuntuoso transmitirla con esta exclusividad, tal como le ha sido encomendada a nuestra santa Iglesia. Tal vez tememos ofender a otros en su comprensión de la religión. Sin embargo, también el Hijo de Dios nos habla con esta misma claridad en el Evangelio: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.” (Jn 14,6)

Este Dios que nos comunica las palabras tan veraces de que sólo Él “tiene la victoria y el poder”, es un Padre lleno de amor; y de ningún modo es un tirano que pretende reivindicar el poder para sí mismo. ¡Sólo la verdad nos hace libres! (Jn 8,32) Aquél que nos quita la venda de los ojos simplemente quiere que veamos; Aquél que nos despierta de los sueños e ilusiones, quiere lo mejor para nosotros; Aquél que nos enseña a dejar atrás los placeres desordenados de nuestra vida, realmente nos ama. 

Cuando experimentamos un auténtico encuentro con Dios, nos llega la salvación. Por eso es tan importante que conozcamos al Señor aún más profundamente, para invitar a las personas a que también ellas doblen sus rodillas ante Él con amor. Si doblamos la rodilla ante el verdadero Dios, no la doblaremos ante aquellos a quienes no les corresponde una reverencia tal. 

Sabemos cómo Dios, nuestro Padre, quiere salvar a Su Pueblo y a todas las naciones de la tierra. ¡Él nos lo ha dado a conocer! ¡Quiere hacerlo por medio de Su Hijo Jesucristo!  

Ahora entramos en la etapa final del Adviento, que nos prepara para la cercana Fiesta de la Natividad del Salvador. Sabemos hasta qué punto se ha abajado a nosotros el amor de Dios, comunicándosenos de tal forma que podamos entenderlo en el plano de nuestra experiencia humana. ¡Cuánta alegría se vive en una familia cuando se espera con anhelo el nacimiento de un nuevo hijo! Y una vez que el niño nace, ¡cuán felices se ponen los padres y los hermanos, y quieren presentar al recién nacido a sus demás familiares y conocidos!

Ahora celebraremos el Nacimiento del Niño divino, que trae alegría no sólo a nuestro entorno más cercano; sino a todos los hombres. ¡Todos están invitados a recibir de Su plenitud gracia sobre gracia! (Jn 1,16) Él ha venido a ofrecerle al mundo la paz de Dios; la verdadera paz que sólo Él puede dar (cf. Jn 14,27). 

Este mensaje nos ha sido encomendado a todos nosotros. Por eso no podemos permitir que la alegría por el Nacimiento del Hijo de Dios se vea opacada por la actual tribulación; por las sombras anticristianas que quieren oscurecer el mundo entero. Dios siempre pronuncia Su Palabra de salvación en medio de la oscuridad, para iluminarla. Cuanto más oscuro se vuelva a nuestro alrededor, tanto más resplandece la luz del Señor, y tanto más se aplican éstas palabras Suyas: “Sólo el Señor tiene la victoria y el poder”.

Démosle al Señor la alegría de dejarnos agasajar por Él. No permitamos que nuestra oscuridad personal u otro tipo de oscuridades nos impidan esperar felizmente la Navidad. Antes bien, celebrémosla en este año con mayor devoción y ternura aún. El hecho de que María y José no hayan encontrado más que un humilde pesebre para el nacimiento del Hijo de Dios, no disminuyó la alegría por ser sus padres terrenales.

¡No le ayudamos a nadie si nos dejamos perturbar! Al contrario: las personas –aunque quizá no lo sepan siquiera– esperan a Dios. No nos olvidemos de esto: aún más importante que cualquier obsequio que podamos darle a alguien, es el regalo de la fe, el mensaje de que Dios ha visitado a Su Pueblo y de que incluso quienes se habían rebelado contra Él pueden acercarse al Niño de Belén. El Señor está dispuesto a perdonar a todos, si tan sólo se vuelven a Él. Éste es el testimonio que los hombres necesitan de nosotros, porque sin Dios no habrá verdadera paz ni verdadera alegría. 

Con el Nacimiento del Hijo de Dios, se cumplieron las palabras del Profeta Isaías: “Destilad, cielos, el rocío de lo alto; derramad, nubes, la victoria. Ábrase la tierra y germine la salvación, que produzca juntamente la justicia. Yo, el Señor, lo he creado.” Esto dice el Señor, el Creador de los cielos, él, que es Dios, plasmador de la tierra, su hacedor; él, que la ha afianzado, no la creó vacía, sino que la hizo para ser habitada: “Yo soy el Señor y no hay otro. No hay otro Dios fuera de mí.”

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