El remanente santo

Sof 3,1-2.9-13

¡Ay de la rebelde, la impura, la ciudad opresora! No ha escuchado la voz, no ha aceptado la corrección; en el Señor no ha confiado, no se ha acercado a su Dios. Entonces purificaré los labios de los pueblos, para que invoquen todos el nombre del Señor, y le sirvan bajo un mismo yugo. Desde allende los ríos de Etiopía, mis suplicantes, mi Dispersión, vendrán a mí con ofrendas. Aquel día no tendrás que avergonzarte de los delitos cometidos contra mí; entonces arrancaré de en medio de ti a esa gente altanera y jactanciosa, y no volverás a ensoberbecerte en mi santo monte. Dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre; se cobijará al amparo del Señor el Resto de Israel. Ya no cometerán injusticias ni dirán mentiras, ya no ocultará su boca una lengua embustera. Se apacentarán y reposarán, sin que nadie los espante. 

Quisiera añadir algunos versículos más al texto de esta lectura, que describen más detalladamente en qué consiste la miseria del pueblo, y que permite hacer una conexión con el evangelio del día. En efecto, cuanto más se vea la miseria, tanto más resplandece la bondad del Señor, que quiere ponerle un fin. Escuchemos, entonces, los versículos del 3 al 5 del mismo capítulo de Sofonías: “Las autoridades que están en ella son leones rugientes, sus gobernantes son lobos nocturnos que no dejan nada para la mañana. Sus profetas son impertinentes, hombres traicioneros. Sus sacerdotes profanan las cosas santas y violentan la ley. Pero el Señor que está en ella es justo; no comete iniquidad. Cada mañana imparte su justicia, y no deja de hacerlo cada nuevo día, pero el inicuo no conoce la vergüenza.”

El Señor no nos oculta la iniquidad de los que están llamados a guiar al Pueblo. Resulta doloroso y trágico cuando precisamente los líderes del Pueblo se desvían y caen en maldad. Los hombres necesitan buenos pastores, que los conduzcan por sendas seguras. Cuando no los tienen, fácilmente se dispersan y caen presa de los lobos. 

El Señor contrarresta este miserable estado de confusión y maldad –que llega hasta los estratos más altos del Pueblo– con su inquebrantable deseo de salvar. Él reestablece la justicia, arranca a los altaneros y jactanciosos y busca un pueblo humilde y pobre: éste es el remanente santo. 

El Señor siempre le ofrece a cada persona la posibilidad de convertirse. Pero, ¿será que ella está dispuesta a escucharlo? ¿Perciben Su llamado los poderosos y las autoridades de todo tipo? 

El evangelio de hoy nos da a entender una situación que en un primer momento puede resultar desconcertante. Dice Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas llegarán antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después ni le creísteis.” (Mt 21,31b-32)

No pocas veces son precisamente los pecadores quienes acogen la Palabra; mientras que los primeros llamados se quedan atrás. El Señor hace surgir Su remanente santo de aquellos que realmente le siguen. Es cuestión de Dios reunir a los Suyos. Algunos empiezan bien, pero luego pierden el rumbo; otros llegan apenas a última hora; otros tantos permanecen fieles desde el principio; otros se vuelven infieles, pero después, con la gracia de Dios, retornan al camino. ¡Todo esto está en manos de Dios!

En todo caso, los que permanecen junto al Señor en todas las tribulaciones forman parte del remanente santo. Estos tales encuentran paz en Él; no se encuentra en ellos ninguna palabra falsa; el Señor los conduce a Sus praderas. 

Lo que nos dicen hoy los textos bíblicos en relación con el Pueblo de Israel, ciertamente se aplica también a nosotros, los cristianos. Hemos de percibir que Dios está purificando Su Iglesia, tanto a los pastores (que tienen una responsabilidad aún mayor), como también a cada uno de los fieles, que portamos el Nombre del Señor. Para que el testimonio de la Iglesia vuelva a brillar con fuerza en este mundo, hace falta una verdadera conversión, precisamente ahora. 

El evangelio no es compatible con el espíritu del mundo. Quien se deje influenciar por el espíritu del mundo, rápidamente adoptará también su mentalidad y su comportamiento. Cuanto más suceda esto en nuestra Iglesia, tanto más se aleja Ella del Espíritu del Señor. 

Pero, ¿por qué muchas veces son las personas sencillas, o incluso “los publicanos y las prostitutas”, quienes acogen el mensaje del Evangelio; y no los primeros convidados? Quizá en el fondo el problema se relacione con la soberbia. El Evangelio, en su esencia, es un mensaje muy sencillo y humilde. Aunque los más eruditos lo estudien y haya dado lugar a tantas reflexiones; aunque se hayan escrito innumerables libros sobre el Evangelio, su mensaje no deja de ser sencillo. Tal vez al hombre no le gusta deberse en primera instancia a la gracia de Dios. Quizá quiera ser grande por sí mismo, como sucedió con Lucifer. Tal vez mida su valor a partir de lo que otras personas piensen de él o por cómo quisiera ser visto por ellas. Quizá le falte la valentía y la humildad para reconocer sus limitaciones como creatura y arrojarse simplemente a los brazos amorosos de Dios. 

Aquí es donde viene a ayudarnos el mensaje del Adviento. Especialmente en este Tiempo, esperamos y pensamos en Aquel que es verdaderamente grande en Sí mismo, y que, no obstante, quiso venir a nosotros como un Niño. El Dios infinito escoge una Madre humana, para estar cerca de nosotros y redimirnos. Aquella a quien Él elige se pone a Su servicio con toda humildad (cf. Lc 1,38). Todo el ambiente del Nacimiento del Hijo de Dios respira sencillez y simplicidad. Y luego vemos al Niño, que atrae nuestros corazones hacia Sí mismo. 

¡El mensaje es sencillo! Por amor, Dios viene a nosotros, para redimirnos y conducirnos a Su Reino eterno. ¡Así de sencillo y así de cierto es!