Mt 8,1-4
Cuando Jesús bajó del monte, fue siguiéndole una gran muchedumbre. En esto, un leproso se le acercó, se postró ante él y le dijo: “Señor, si quieres puedes limpiarme.” Él extendió la mano, lo tocó y dijo: “Quiero, queda limpio.” Y al instante quedó limpio de su lepra. Jesús le dijo: “Mira, no se lo digas a nadie. Pero vete, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio.”
La fe del leproso desata la compasión del Señor y su deseo de salvar. Esta es una verdad que deberíamos asimilar profundamente. El Señor quiere sanar; el Señor quiere salvar; el Señor quiere llamar a todos los hombres al Reino de su Padre, el Señor quiere limpiar a cada uno de su lepra, sea corporal o espiritual. “Quiero” –le dice Jesús al leproso– “queda limpio.”
Entonces, todo depende de nuestra fe. Una y otra vez el Señor nos lo recuerda. ¡Son tantas partes de la Sagrada Escritura que hablan sobre la importancia de la fe! Por eso, deberíamos preguntarnos: ¿Cómo podemos acrecentar nuestra fe? ¿Cómo puede llegar a ser tan grande que el Señor sea capaz de obrar todo lo que Él quiere?
Por una parte, debemos orar con perseverancia pidiendo que nuestra fe se acreciente, así como los discípulos, que le pedían al Señor: “Auméntanos la fe” (Lc 17,5). Otro punto más para fortalecer nuestra fe es meditar sobre todo lo que Dios ha obrado ya en nosotros y por nosotros. ¡Cuántas veces ha intervenido en nuestra vida; cuántas veces nuestras oraciones han sido escuchadas; de cuántos peligros nos ha preservado; con cuánta fidelidad nos ha sostenido en las duras crisis!
Otro punto fundamental para crecer en la fe es la gratitud. No es suficiente con recordar lo que el Señor ha hecho por nosotros, aunque también esto es importante y a menudo lo olvidamos. Pero sólo al dar las gracias por lo recibido, podremos cobrar consciencia de la realidad en toda su dimensión. En este contexto, conviene recordar aquel pasaje del evangelio que nos relata que sólo uno de los diez leprosos que el Señor había curado regresó para darle la gloria a Dios (cf. Lc 17,11-19).
Cada experiencia con Dios, si la entendemos correctamente, nos sirve para profundizar nuestra fe, porque cada una de ellas nos enseña cómo Él se preocupa por nosotros, los hombres, y cómo nos envuelve siempre ese “Sí, quiero” que Él pronuncia a nuestro favor. Adentrarse en ese “quiero” de Dios, por medio de la fe, significa abrirle las puertas para que Él pueda actuar en nosotros y a través de nosotros.
Entonces, la fe no sólo es importante para nuestra propia salvación; sino que sirve para la obra que Dios quiere llevar a cabo en toda la humanidad. He aquí una razón más por la que debemos orar y esforzarnos por el crecimiento de nuestra fe.
En el evangelio de hoy, el Señor manda al leproso que se presente al sacerdote y lleve su ofrenda conforme a la Ley de Moisés. Así, Jesús quería mostrarles a aquellos que lo miraban con desconfianza que Él actuaba conforme a la Ley, y que, por tanto, no había ninguna razón para sospechar de Él.
Este gesto del Señor fue muy sabio, aunque quizá no haya producido en ellos el efecto deseado. Pero Jesús les estaba haciendo un ofrecimiento, como diciéndoles: “Mirad, fijaos, yo actúo en continuidad con la Ley.”
Con este gesto, el Señor nos da también un ejemplo para el trato con las personas que no nos entienden o que nos ven con sospecha. Tratemos de hacernos entender, aunque parezca no tener mucho sentido. Y si no se nos presta oído ni se aceptan las explicaciones, entonces nos queda siempre la oración.