Ojos que ven y oídos que oyen

Mt 13,16-17 (Evangelio correspondiente a la memoria de Santa Ana y San Joaquín)

En aquel tiempo Jesús dijo a sus discípulos: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Porque os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.”

Ciertamente habrá tomado tiempo hasta que los discípulos entendieran mejor estas palabras de Jesús. Los evangelios nos relatan que el Señor los instruía, los corregía y les revelaba el sentido de lo que había hablado a la multitud en parábolas.

Pero, aun no entiéndolo todo a plenitud, los oídos de los discípulos ya escuchaban al Señor y sus ojos ya estaban abiertos. Con estos ojos contemplaban a Aquel de quien San Juan escribe en su Prólogo: “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).

Esta verdad de que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo hombre es tan esencial que al final de cada Santa Misa en el rito romano tradicional se lee el Prólogo de San Juan (Jn 1,1-14). Llenos de reverencia, el sacerdote y los fieles hacen una genuflexión en el momento en que se leen estas palabras: “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”. La Iglesia ha custodiado esta verdad de fe, que día a día se hace presente en la “Misa de todos los siglos” para que este misterio de amor pueda impregnarnos profundamente. Además, se dice que este Prólogo de San Juan tiene un especial poder contra los espíritus del mal.

Ahora, los oídos de los discípulos de Jesús ya no sólo escuchaban la voz de Dios a través de los Profetas y de la Ley de Moisés, como había sido el caso de todas las generaciones de judíos anteriores a ellos. Lo que ellos pudieron ver y conocer iba mucho más allá y era lo que los profetas y justos habían ansiado:

“Porque la Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer.” (Jn 1,17-18).

¡Qué gran luz vino a este mundo!

“En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas” (Jn 1,4-5a).

Dichosos los discípulos del Señor que le guardaron fidelidad y que, con la gracia de Dios, se aferraron firmemente a esta verdad sobre quién era este Jesús en realidad. Dichosos también nosotros si custodiamos y no modificamos el depósito de la fe confiado a la Iglesia, la Esposa de Cristo. Lo que les fue concedido a los discípulos –aquellos fidedignos testigos– nos fue transmitido a nosotros. Así, también para nosotros cuentan estas palabras del Señor: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen.”

¡Cómo se habrán maravillado los profetas y los justos de la Antigua Alianza al ver nacer a la Iglesia! ¡Cuánto se habrán regocijado al notar que los procedentes de los más diversos pueblos y naciones escuchaban al Espíritu Santo y abrazaban la fe de los discípulos y de los apóstoles! “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”. Aunque los discípulos y apóstoles de este tiempo no vean físicamente a Jesús, sus ojos están abiertos y pueden reconocer el Cuerpo del Señor en la Iglesia.

Pero ¡cuánta tristeza sentirán estos mismos profetas y justos al constatar que la Santa Iglesia está perdiendo cada vez más su resplandor, porque lamentablemente muchas veces adopta la mentalidad del mundo alejado de Dios, que se disemina en su Cuerpo como una metástasis!

Así como los discípulos podían reconocer y entender cada vez más profundamente al Señor, también a nosotros se nos ofrece comprender cada vez mejor –a la luz del Espíritu Santo– el tesoro que se nos ha confiado. Cuando esto sucede, crece nuestro celo por evitar que sean contaminadas las “fuentes de la salvación” (Is 12,3), que fluyen en nuestra Iglesia para la sanación de los pueblos. También aumenta nuestro fervor por llevar el evangelio a todas las naciones (cf. Mt 28,19).

Aquel que, como los discípulos del Señor, esté profundamente impregnado por la certeza de que el Hijo de Dios se hizo hombre y “la luz verdadera, que ilumina a todo hombre” vino a este mundo, no puede dejar de anunciar esta verdad a los hombres, sin recortes y sin ambages.

Quien haya reconocido que la Santa Iglesia Católica ha sido llamada por Dios para anunciar a todos los hombres la salvación y conducirlos al Reino del Padre Celestial por medio de su Hijo, no se dejará engañar por otras ideas y concepciones, sean las que fueren.

¡Hemos de permanecer fieles al Señor, obedeciendo al Evangelio y al auténtico Magisterio de la Iglesia!

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