Dios es el tesoro hallado en el campo

Mt 13,44-46

En aquel tiempo Jesús dijo esta parábola: “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un comerciante en perlas finas, que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.”

Los hombres y las mujeres que actuaron conforme a estas palabras del Señor nos son presentados con justa razón como modelos de santidad.

“Jugarse hasta la última carta” –se dice haciendo alusión al juego, pero refiriéndose en sentido figurativo a alguien que está dispuesto a arriesgarlo todo. ¡Cuántas personas habrán quedado profundamente decepcionadas al asumir riesgos en las cosas de este mundo, que al fin y al cabo no cumplen sus promesas de felicidad! ¡Cuántas veces hemos puesto nuestra esperanza en una determinada persona, y después, puesto que nadie es perfecto, hemos quedado defraudados porque no cumplió nuestras expectativas!

En cambio, no sucede así con el Reino de Dios. ¡El tesoro hallado en el campo es Dios mismo! Encontrarlo a Él significa poseerlo todo; en Él no hay fraudes, por eso jamás nos quedaremos decepcionados. Habiéndolo hallado, podemos, sin temor a equivocarnos, corresponder al anhelo más profundo del corazón de entregarse sin límites a alguien que es Absoluto.

En efecto, es Dios quien suscita este anhelo en nosotros, llamándonos a abandonarnos del todo en Él. Los discípulos del Señor respondieron a este llamado; el joven rico, en cambio, aun llevando una buena vida en obediencia a los mandamientos de Dios, no fue capaz de dar el paso que el Señor le invitaba a dar: “Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos” (Mt 19,21). Este joven poseía un tesoro aparte de Dios: eran sus riquezas a las que estaba apegado su corazón, de manera que su entrega no pudo ser total.

Dios es el único que puede corresponder a nuestro anhelo de amor y verdad absolutos, pues Él mismo lo sembró en nuestra alma. Por eso, como decía San Agustín, “nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Dios”.

El mundo actual nos ofrece tantos placeres como sustitutos, distrayendo al hombre en su búsqueda de lo verdadero, de lo esencial, de lo inmutable. En el tiempo moderno, en el que se ha proliferado el relativismo, se oprime cada vez más la cuestión de la única verdad absoluta. En lugar de ello, se presentan verdades a medias, que jamás podrán saciar al hombre en su sed de verdad. Se le dice que debe disfrutar de su vida sin cuestionarse acerca del sentido más profundo de su existencia. De hecho, se le presentan los goces de la vida como la meta de la misma. Así lo expresaba una publicidad atea en Europa: “Probablemente Dios no existe; deja de preocuparte y disfruta la vida.”

Quizá precisamente por eso el Señor permita que a veces no se nos cumplan nuestras metas y expectativas terrenales y que experimentemos que éstas no pueden darnos la paz verdadera. Dios permite que sintamos el vacío interior que resulta de una vida que no está enfocada en Él, recordándonos así que cuando el hombre se aleja de Dios, vuelve cada vez más a aquella nada de la que surgió.

Llegados a este punto, pueden tocarnos profundamente las palabras del evangelio de hoy. Se puede dejar todo atrás para encontrar lo que verdaderamente importa; esto es, el infinito amor de Dios. ¡En él encontramos nuestro más profundo hogar! San Pablo consideraba todo como basura “ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús” (Fil 3,8) y el libro del Eclesiástico nos dice que todo es “vanidad de vanidades” (cf. Ecl 1,1) y que sólo “cuanto Dios hace es duradero” (3,14).

En el verdadero encuentro con Dios, todo se transforma y a cada cosa se le asigna el sitio que le corresponde. Desde esta perspectiva podemos comprender el evangelio de hoy. Considerando el infinito amor de Dios, que merece el primer lugar en nuestra vida, todo lo demás ha de subordinarse a él. ¿Quién podría anteponer un amor temporal e imperfecto al infinito y absoluto amor de Dios? ¡Sólo un necio lo haría!

Puede que para el mundo sea una necedad abandonarlo todo por causa de Dios, para vivir plenamente en su amor; sin embargo, a los ojos de Dios es ésta la gran sabiduría y el sentido real de nuestra existencia. De hecho, cuando llegue la hora de nuestra muerte, ¿qué nos llevaremos?

Entonces, la palabra del Señor que hoy esuchamos es una maravillosa invitación a abandonarnos del todo a su amor. Podemos siempre contar con toda seguridad con este amor, mientras no cerremos nuestro corazón, quitándole a Dios la posibilidad de hacérnoslo sentir. ¡Vale la pena dejar todo atrás por causa de este amor! ¡Para él hemos sido creados!

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