Ojos para ver y oídos para oír

Mt 13,16-17 (Evangelio correspondiente a la memoria de San Joaquín y Santa Ana)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.”

Nuestros ojos ven y nuestros oídos oyen cuando obedecemos asiduamente a las Sagradas Escrituras y a la auténtica doctrina de la Iglesia. Es importante que cobremos consciencia de este tesoro que nos ha sido dado. Esto no significa que se suprima nuestro propio entendimiento; sino que queda iluminado por algo “pre-establecido” por el Espíritu Santo. Por eso no tiene sentido, por ejemplo,  considerar a la teología como una “ciencia libre”, sin requisitos ni lineamientos. Antes bien, a ella le ha sido encomendada la tarea de acoger en actitud orante la Revelación del Señor y tratar de penetrar en sus misterios con el entendimiento, como una “teología de rodillas”. ¡Precisamente así se vuelve verdaderamente libre!

También para leer los “signos de los tiempos” necesitamos ojos que ven y oídos que oyen (cf. Lc 12,54-56). ¿Qué es lo que el Señor quiere hoy de nosotros? ¿Qué es lo que podemos ver y cuál es la respuesta correcta ante este escenario? 

Todo el que no esté totalmente aletargado, notará que suceden cosas extrañas a nuestro alrededor. Según lo que se nos transmite, estamos, por así decir, en las garras de un virus que se presenta en diversas variantes, suscitando por parte de las autoridades civiles y la política reacciones que pretenden dominar y modificar nuestra vida. ¿Cuál es la respuesta correcta ante ello?

En primera instancia, hay que tener siempre presente que nada ocurre sin que Dios lo permita. No hay ningún suceso que sea desconocido para Él. Esta es una afirmación sencilla, pero sumamente esencial. Esto significa que sólo en el Señor puede encontrarse la clave para comprender la situación actual. Cualquier interpretación o solución humana se queda demasiado corta, aunque sea bienintencionada. Si Dios permite una situación tal, no podrá tratarse primordialmente de encontrar una solución a nivel médico, para poder volver a gozar de la “libertad”, sin que se haya dado un cambio de vida. En efecto, una vida que no se esfuerza por guardar los mandamientos de Dios es destructiva. 

Si una sociedad ya no basa su existencia en la observancia de los preceptos de Dios, se hundirá y arrastrará consigo a las personas. Entonces, el primer cuestionamiento del que se trata es si la vida de las personas en particular y de las naciones como conjunto corresponde a la Voluntad de Dios. Si no cerramos nuestros ojos, esta pregunta se responde por sí misma… 

¡Urge la conversión; urge volver a los mandamientos de Dios! Todo drama a nivel exterior –bien sea el coronavirus, las inundaciones u otras catástrofes– solamente nos lo recuerdan con insistencia.

Sin lugar a dudas, todo esto nos lo dirían los profetas del Antiguo Testamento, pues así era su anuncio. Sin embargo, lo que ellos aún no sabían es que Dios nos enviaría a su propio Hijo para redimirnos (cf. Jn 3,16), que Él mismo cargaría sobre sus espaldas la culpa de la humanidad y pagaría el precio de rescate (cf. 1Pe 1,18-19). Ellos –los profetas– no conocían aún todas las maravillas de la Nueva Alianza ni la gracia especial que nos fue concedida por la Venida de Jesús al mundo. 

Ellos nos dirían a viva voz que anhelaban conocer al Salvador. Les resultaría totalmente incomprensible que nosotros, los hombres, podemos extraviarnos tan terriblemente, que nos dejamos engañar por los poderes del mal y desaprovechamos el gran regalo que ellos mismos añoraban. Les dolería ver cómo hoy en día los hombres se dirigen a nuevos ídolos. Cuando uno verdaderamente ama a Dios –y los profetas del Antiguo Testamento lo amaban–, duele ver que Él no sea glorificado como merece. Y duele cuando las personas no reconocen debidamente el amor de Dios y, en consecuencia, no beben del agua de vida que se les ofrece (cf. Jn 4,10).

¿Cuál es la respuesta de aquellos que comprenden al menos algo de la inconmensurable gracia que Dios nos ha dado en su Hijo? Su respuesta sólo puede ser la de corresponder plenamente al llamado de Dios, sin dejarse confundir por las turbulencias en el mundo y en la Iglesia. Hay quienes dicen que éste es un tiempo especial para ser santos. Si nuestros amigos de la Antigua Alianza verían que nos esforzamos por ello, ciertamente estarían en paz con nosotros.