Mi amigo divino (Parte II)

Mi Amigo divino no viene a morar en mí sólo cuando ya he ordenado impecablemente mi casa interior. Antes bien, si se lo pido, Él mismo me ayuda en ello. Él no se arredra ante nada; sino que está dispuesto a mostrarme los rincones sucios que yo ni siquiera sería capaz de descubrir, y Él mismo se pone manos a la obra, pero siempre con una amabilidad encantadora y con gran perseverancia. Y es que Él quiere permanecer para siempre en mi alma y prepararla para la eternidad. Allí estará firme para siempre y nunca más podrá descarrilarse.

Esto representa un trabajo intenso para mi Amigo, y no sería posible en absoluto sin nuestro Salvador, que cargó nuestras culpas y las clavó en la Cruz (1Pe 2,24). ¡Qué bueno que Él sea un Amigo divino y que nunca se canse! Espero no ponérselo demasiado difícil. ¡Cuánto quisiera escucharle y obedecerle como lo hacen los santos ángeles!

Y qué maravillosos son los dones que Él concede: el temor de Dios, la piedad, la fortaleza, el consejo, la ciencia, la inteligencia y el don tan glorioso de la sabiduría. Si tan sólo se desplegaran en mi vida, me convertirían en un hombre nuevo y me asemejarían más a mi Amigo. 

¿Qué más puedo contaros de mi Amigo? ¡Habría tanto que decir!

No quiero dejar de mencionar los así llamados carismas que Él concede para la edificación de la Iglesia: el don de curaciones, el don de profecía, el discernimiento de espíritus y muchos otros maravillosos carismas (1Cor 12,7-10). Un gran amigo de mi Amigo divino nos recordó que todos estos dones sólo adquieren su verdadero esplendor a través del amor (1Cor 13,2). 

Mi Amigo, por cierto, es de una belleza celestial y no hay mancha alguna en Él: Él mismo es la belleza sin tacha. En unos versos poéticos del Cantar de los Cantares, el sabio Salomón describe el amor de mi Amigo por el alma humana y el amor del alma por Él:

“A su sombra apetecida estoy sentada, y su fruto me es dulce al paladar. Me ha llevado a la bodega, y el pendón que enarbola sobre mí es Amor. Empieza a hablar mi amado, y me dice: ‘Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente. Porque, mira, ha pasado ya el invierno, han cesado las lluvias y se han ido. Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones es llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra. Echa la higuera sus yemas, y las viñas en cierne exhalan su fragancia. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente! Paloma mía, en las grietas de la roca, en escarpados escondrijos, muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce, y gracioso tu semblante’.” (Ct 2,3b-4.10-14).

Ya lo veis: Él me ama más de lo que yo podría amarle. Su amor precede al mío y enciende mi amor. 

Quiero hablaros un poco más de Aquel a quien ama mi alma. 

¿Por dónde empezar? ¿Por la Creación del mundo o por el descenso de mi Amigo divino sobre la más amada de todas las vírgenes, que concibió y dio a luz al Salvador? ¿O debería relatar también cómo Él descendió sobre los apóstoles cincuenta días después de la Resurrección de Cristo en una impetuosa ráfaga de viento, iluminándolos y fortaleciéndolos para que pudieran anunciar el mensaje de la salvación en las más diversas lenguas a todos los que se habían congregado en Jerusalén (Hch 2)?

¡Todo esto podréis leerlo vosotros mismos con mucho más detalle en las Sagradas Escrituras! 

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