“Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro” (Lc 11,21)
El don de Fortaleza se encarga de robustecer al alma para que sea cada vez más valiente en el servicio del Señor. Nos da la fuerza para seguir las mociones e impulsos del Espíritu Santo, para aceptarlo todo y querer todo lo que Dios quiere.
La virtud de la fortaleza sola llega a sus límites cuando se enfrenta a las exigencias más altas de la vida espiritual. Puede suceder, por ejemplo, que queremos entregarnos del todo a Dios, pero aún sentimos miedo de desprendernos por completo y abandonarnos enteramente en Él. Aunque reconocemos lo que Dios quiere de nosotros, y en principio nosotros mismos también lo queremos, somos demasiado débiles para concretizarlo. Entonces, Dios interviene directamente con el espíritu de fortaleza, ayudándonos así a dar los pasos decisivos. De esta manera, el alma fortalecida queda dispuesta a cumplir la Voluntad del Padre, aunque sea a precio de grandes sacrificios.
Debido a nuestra débil naturaleza, la virtud de la fortaleza resulta insuficiente. El don de la fortaleza, en cambio, puede consolidarnos permanentemente para perseverar en el bien y hacer que estemos dispuestos a asumir los grandes sacrificios que esto podría implicar: por ejemplo, confesar la fe en un mundo hostil a Dios, aferrarse a la moral cristiana en un entorno de creciente inmoralidad, permanecer fieles a la doctrina y praxis tradicional de la Iglesia aunque todo parezca desmoronarse, estar dispuestos al martirio…
Dios quiere almas valientes, que, al mismo tiempo, estén libres de cualquier tipo de presunción o espíritu aventurero. Mientras estas últimas actitudes se apoyan con optimismo en la naturaleza humana, el alma valiente confía en la fuerza de Dios. Ella está bien consciente de su propia debilidad, y precisamente por eso pone toda su esperanza en el Señor. Ha entendido que incluso la virtud de la fortaleza sola no le basta para permanecer siempre firme en el camino de Dios, sin vacilaciones. Así, pide el auxilio del espíritu de fortaleza y lo recibe con gratitud, de modo que también se consolida su humildad. Un alma tal está llena de una ardiente sed de santidad y no cabe en ella ningún rechazo a la gracia. Siempre tiene la impresión de que lo que hace por Dios aún es muy poco. Arde en ella la sed de la gloria de Dios, y está siempre dispuesta a asumir nuevos y grandes sacrificios y esfuerzos.
Con el don de fortaleza, la vida espiritual se vuelve constante y perseverante, y la obediencia más presta a seguir las instrucciones del Señor tal como se presentan al alma. Los deberes de estado son cumplidos con más esmero, y lo mismo sucede con las obligaciones religiosas en la vida consagrada. Se supera la inconstancia y toda la persona se vuelve más estable y perseverante. De esta manera, también podrá ayudar a otras personas en su debilidad.