Los dones del Espíritu Santo: El don de piedad

“El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16)

El don de piedad nos lleva a adherirnos a Dios con amor filial, no queriendo ofenderlo de ninguna manera.

El espíritu de piedad toca y vivifica nuestra vida espiritual con un nuevo brillo, suave y delicado. Bajo su influjo, la relación con Dios y con el prójimo alcanzará otro nivel de amor. La piedad quiere conquistar el corazón de Dios, a quien reconoce como amantísimo Padre.

Por tanto, no se contenta con evitar todo lo que podría afectar aun en lo más mínimo la relación con Él (lo cual es efecto del don de temor); sino que va más allá, queriendo complacer al Señor en todas las cosas. El hombre movido por el espíritu de piedad busca vivir como verdadero hijo de Dios. De esta manera, aún las obligaciones más duras y pesadas pueden tornarse fáciles y dulces. En este contexto, vale recordar una frase de la venerable Anne de Guigné (que murió en olor de santidad con apenas 11 años de vida): “Nada es difícil si se ama a Dios”.

Al despertar en la mañana, mientras da las gracias a Dios por el nuevo día que inicia, el espíritu de piedad alza sus ojos y pregunta: ¿Qué puedo hacer hoy por ti, amado Padre? ¿Cómo puedo serte un motivo de alegría en este día?

El don de piedad quiere moldear nuestro corazón de tal forma que sea suave y manso. Sin embargo, se encuentra aquí con obstáculos, pues, aunque ya nos esforcemos por ser mansos, no conseguimos serlo permanentemente, sobre todo cuando nos enfrentamos a circunstancias adversas. Es ahí cuando percibimos con claridad que no podemos alcanzar esta virtud con nuestras propias fuerzas.

Entonces el Espíritu Santo viene a nuestro auxilio e infunde en nosotros el don de piedad, para derretir la dureza de nuestro corazón. Él toma en sus manos nuestro corazón y lo moldea conforme al suyo: “Señor, haced mi corazón semejante al vuestro.”

Esa ligereza que caracteriza al espíritu de piedad procede del amor a Dios y al prójimo. Es ella la que nos ayuda a cumplir la Voluntad de Dios gustosa, entera e inmediatamente, tal como podemos suponer que lo hacen los santos ángeles.

Bajo el influjo de este don, nos queda cada vez más claro que Dios es el Padre de todos los hombres. Así, la piedad impregna toda nuestra vida y, al igual que el temor de Dios, repercute también en nuestra forma de tratar al prójimo. Nos hace más amorosos y suaves, pues nos ayuda a lijar todas las asperezas, brusquedades y dureza hacia el prójimo, especialmente hacia aquellos que nos desagradan o son hostiles a nosotros.

Deberíamos pedir insistentemente al Espíritu Santo que nos conceda el don de piedad, y aprender a estar atentos a sus más sutiles indicaciones, pues bajo el influjo del espíritu de piedad nuestro corazón se ensanchará y adquiriremos la actitud de hijos.

Precisamente en los momentos en que sentimos sequedad y frialdad en nuestro interior, no debemos dejarnos confundir. Aunque no tengamos sentimientos de devoción palpables, serán nuestra fidelidad y constancia en la oración las que atraigan sobre nosotros el don de piedad.

Con él, profundizaremos en el camino de transformación que hemos emprendido. Le permitiremos al Espíritu Santo ejercer cada vez más su influencia en nosotros, y, gracias al espíritu de piedad, nuestro camino de seguimiento se volverá más ágil y nuestro testimonio más atrayente.

De esta manera, nos desharemos de una cierta rigidez e intransigencia que pueden marcar nuestra vida de fe, sin por eso caer en el extremo opuesto de la ligereza y superficialidad.

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