Mt 5,20-26
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos. Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás, pues el que mate será reo ante el tribunal.’ Pues yo os digo que todo aquel que se encolerice contra su hermano será reo ante el tribunal; el que llame a su hermano ‘imbécil’ será reo ante el Sanedrín; y el que le llame ‘renegado’ será reo de la Gehenna de fuego.
Entonces, si al momento de presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano. Luego vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él de camino, no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo.”
Podemos estar muy agradecidos con Dios por darnos a entender cada vez más finamente la sabiduría de sus mandamientos, porque así se nos desvela más su fundamento originario, que es el amor.
En efecto, es muy cierto que incluso la ira injusta contra una persona es capaz de matarla en cierto modo. “La ira del hombre no hace lo que es justo ante Dios” (St 1,20), y puede ofender profundamente a la otra persona, humillándola y cometiendo una gran injusticia con ella. Se puede llegar muy lejos e incluso matarla psicológicamente, por así decir.
Es importante distinguir cuidadosamente, porque aquí no se está haciendo referencia a la ira justificada a causa de una injusticia real, ni mucho menos de la así llamada “ira santa” al ver que se está ofendiendo a Dios. Antes bien, Jesús se refiere aquí a la ira contra una persona, contra un hermano…
Entonces, ¿cómo podemos manejar la ira, la irritación y otras actitudes similares que surgen en nuestro interior, de tal manera que éstas no salgan al exterior o incluso se acrecienten más y más, lastimando y ofendiendo a otras personas?
Cada uno de nosotros habrá experimentado una situación en la que se enojó o se molestó mucho, y luego descubrió que en realidad la situación fue distinta de cómo la había percibido para sí mismo. En efecto, el grado de nuestra ira y enojo muchas veces no se corresponde con la realidad de lo ocurrido.
Hay que establecer una diferencia esencial entre el acto objetivo y la intención con que lo realizó la persona en cuestión. Puesto que, por lo general, desconocemos esta intención, debemos siempre tratar de refrenar los sentimientos negativos o incluso destructivos.
No se trata de reprimir las emociones; sino de manejarlas sabiamente. Yo he aprendido –y sigo aprendiendo– a llevar ante Dios en la oración los sentimientos negativos contra una persona. A veces esto requiere un gran esfuerzo, porque fácilmente los sentimientos pueden arrastrarnos y la pasión de la ira suele transmitirnos la impresión de que uno tiene justa razón y derecho a estar enfadado.
Entonces, refrenar las emociones y pasiones no significa fingir que éstos no existen. Con una actitud tal, uno estaría reprimiendo el ímpetu de los sentimientos hacia el subconsciente, y posteriormente, en otras situaciones, éstos volverían a salir a la luz. Antes bien, se trata de que los sentimientos sean tocados por Dios, para que no nos dominen. Entonces, debemos cuidarnos de no caer en aquella actitud que ofende y degrada al hermano, aun si efectivamente actuó mal.
Por supuesto que podemos señalar la injusticia y no cerrar los ojos ante ella. Lo que no debemos hacer es, por así decir, “apedrear” a la otra persona (cf. Jn 8,7). Estaríamos atentando contra la verdad y el verdadero amor si dejásemos de llamar a la injusticia por su nombre. Pero nosotros mismos estaríamos siendo injustos si nos convertimos en “acusadores de nuestros hermanos” (cf. Ap 12,10) y si, a causa de nuestra ira y falta de dominio propio, ya no somos capaces de distinguir entre el acto objetivo y la persona que lo comete. A fin de cuentas, esta actitud puede ser aun más grave que la injusticia que efectiva o supuestamente nuestro hermano cometió.
Con la ayuda del Espíritu Santo, hemos de aprender a refrenarnos.