Mt 10,37-42
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí.
El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. Quien a vosotros acoge, a mí me acoge, y quien me acoge a mí, acoge a Aquel que me ha enviado. Quien acoja a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta, y quien acoja a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo. Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa.”
Estas palabras de Jesús no son tan fáciles de entender ni mucho menos de poner en práctica: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.” En este contexto, se me viene a la mente un encuentro que tuvimos hace muchos años en Lituania, donde fuimos invitados a dar un concierto en una escuela. Después del concierto hubo una reunión con los profesores, en la que hablamos sobre diversas cuestiones religiosas. Yo les conté sobre nuestro camino de seguimiento de Cristo, en el que intentamos dejar todo atrás para darle a Dios el primer lugar en nuestra vida. Entonces una profesora replicó: “¡Pero si lo más importante es la familia!” Yo rebatí su afirmación, y después me quedó más clara aún la profundidad del llamado de Jesús y hasta qué punto Él saca a sus discípulos del mundo para hacerlos capaces de corresponder sin reservas al amor de Dios, dándole el primer lugar en sus vidas.
Evidentemente esta afirmación del Señor no representa un desprecio a la familia. La familia es un gran bien, que en nuestro tiempo debe ser especialmente protegido, cuando se presentan otras formas de vida que pretenden igualarse a ella. Pero lo que el Señor quiere decirnos es que ni siquiera un bien tan grande como la familia puede interponerse en el llamado ni ser colocado en el primer lugar. Si todos los bienes nos vienen de Dios, éstos no pueden ponerse por encima de Él.
Este es el mensaje básico que nos transmite el evangelio de hoy en sus diversas afirmaciones: nada puede anteponerse a Dios. El llamado del Señor ocupa el primer lugar, y seguirlo con todo el corazón es lo que corresponde a la dignidad de quien llama y del llamado.
El cuestionamiento que debemos plantearnos una y otra vez es si realmente intentamos responder enteramente a su llamado y si Dios ocupa el primer lugar en nuestra vida a tal punto que todas las otras cosas se ordenan por debajo de Él. Ponerlo en práctica costará esfuerzo e implicará los respectivos pasos interiores para dejar atrás ciertos hábitos, no evadir las dificultades, desprenderse de relaciones desordenadas, con el fin de seguir al Señor sin reservas.
Ahora bien, el Señor no nos pide cosas que superen nuestra capacidad. En caso de que, por ejemplo, estemos llamados a dejar en un segundo plano los vínculos familiares, entonces Él mismo nos dará la gracia para hacerlo. Si estamos llamados a aceptar una determinada cruz, podemos contar con su ayuda para ello.
Imaginemos, por ejemplo, que un judío practicante tenga un encuentro con Jesús. Seguir al Señor implicaría para él dejar atrás todo su entorno social y ser tratado como un extraño o incluso como un apóstata por su propia familia. Una situación como ésta es humanamente imposible de sobrellevar. Sin embargo, el amor que lo atrae es aún más fuerte que las relaciones humanas. En virtud de este amor, será capaz de dar los pasos que tenga que dar para corresponder a la dignidad del llamado. Tendrá que aferrarse a este amor, abandonarse y apoyarse en él, y cultivarlo como su mayor tesoro.
He aquí el secreto por el que muchas personas se vuelven capaces de hacer enormes esfuerzos por causa de Dios, de soportar grandes sufrimientos y asumir aparentes desventajas. Mientras el amor a Dios no sea una realidad latente en nuestra vida, ciertas palabras de Jesús pueden parecer inalcanzables o demasiado exigentes. Lo mismo puede suceder cuando leemos ciertas vidas de santos, en las que parece imposible imitar todo lo que ellos hicieron y sobrellevaron, e incluso podemos desanimarnos al constatar nuestra propia debilidad e indecisión.
Sin embargo, a través de la oración podemos pedirle a Dios la gracia de amarlo sobre todas las cosas y de reconocer que es un regalo el poder seguirle indivisamente. Una y otra vez podemos presentarle nuestra limitada capacidad de amar, nuestro frío corazón, nuestros apegos y todo aquello que aún anteponemos al Señor.
Si lo hacemos con sinceridad, el amor de Dios podrá penetrar más fácilmente en nuestro corazón, haciéndonos capaces de responder mejor a su llamado. Prestemos atención a los pasos que el Señor nos invite a dar. Tal vez sean pasos muy pequeños, pero precisamente éstos son importantes para nosotros. Así, la gracia de Dios nos irá guiando hasta que nuestro corazón le pertenezca totalmente. Entonces, las palabras de Jesús ya no nos causarán susto ni nos inquietarán, porque constataremos que Dios siempre quiere darnos lo mejor. Si Él nos invita a dejarlo todo atrás para servirle, es una invitación especial de su amor, para que encontremos el tesoro que nos tiene preparado.