Y al pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: “Rabbí, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?” Respondió Jesús: “Ni pecó éste ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él. Es necesario que nosotros hagamos las obras del que me ha enviado mientras es de día, porque llega la noche cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo soy luz del mundo”. Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, lo aplicó en sus ojos y le dijo: “Anda, lávate en la piscina de Siloé -que significa: ‘Enviado’.”
Entonces fue, se lavó y volvió con vista. Los vecinos y los que le habían visto antes, cuando era mendigo, decían: “¿No es éste el que estaba sentado y pedía limosna?” Unos decían: “Sí, es él”. Otros en cambio: “De ningún modo, sino que se le parece”. Él decía: “Soy yo”. Y le preguntaban: “¿Cómo se te abrieron los ojos?” Él respondió: “Ese hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos y me dijo: ‘Vete a Siloé y lávate’. Así que fui, me lavé y comencé a ver”. Le dijeron: “¿Dónde está ése?” Él respondió: “No lo sé”.
Las obras de Dios han de manifestarse. Esta es la intención especial de la curación del ciego de nacimiento, junto con la buena obra realizada en beneficio de este hombre sufriente. Todo lo que Jesús dice y hace tiene por objeto revelar al pueblo judío la autoridad divina con la que Él realiza las obras de su Padre, que también es el suyo. Han de creer en Él para salvarse y comprender que el Mesías, a quien habían esperado por tanto tiempo y para cuya venida se habían preparado, está ahora en medio de ellos.
Un escrito de Moisés Maimónides, que fue uno de los rabinos más destacados del siglo XIII, puede servir de ejemplo de cuánto esperaba el pueblo judío la llegada del Mesías, una esperanza que aún persiste entre los judíos creyentes de hoy en día. En sus Trece Artículos de Fe, describe en el punto 12:
“[El duodécimo principio consiste en] saber con certeza que vendrá el Mesías y no pensar que se atrasará y por más que se demore lo aguardaremos. (…) Es nuestro deber engrandecerlo, amarlo y rogar por él, tal como profetizaron sobre él desde Moisés hasta Malaquías.Todo aquel que pone en duda o se burla de la venida del Mesías, reniega de la Torá, pues en ella se asegura textualmente su llegada.”
Esta expectación del Mesías estaba muy viva en tiempos del Señor, por lo que resulta particularmente doloroso que muchos escribas y fariseos se cerraran y se cumplieran así las palabras del prólogo de San Juan: “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1,11).
Jesús mismo sabía que su tiempo en la tierra era limitado y que, mientras estuviera en el mundo, sería Él la luz que iluminaría a todos los que la recibieran.
Así, se dirigió a aquel ciego para apiadarse de él y volver a obrar un signo, no solo para curar al hombre que tenía frente a sí, sino para que todos los que no lo reconocían quedaran sanados de su ceguera y se les abrieran los ojos.
Por tanto, esta curación es un signo de gran relevancia, cuyo significado no se limita únicamente al tiempo de su vida terrenal. Por desgracia, muchas personas no pueden reconocer la gracia que se nos ofrece en Jesús. En efecto, el Mesías no vino únicamente para el pueblo de Israel, sino que sus discípulos recibieron de Él el mandato de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra (Mt 28,19-20), convirtiéndose así ellos mismos en luz del mundo y sal de la tierra (Mt 5,13-14).
Al encontrarse con Jesús, cada ser humano puede ser sanado de su ceguera y empezar a ver. Cuando la luz de la fe penetra en su corazón, se abren sus ojos interiores y comienza a ver con los ojos de Jesús; es decir, la luz empieza a brillar en él, enseñándole a comprender los designios de Dios para con los hombres y con él mismo.
Y en aquellos que creen, se cumplen estas otras palabras del prólogo de San Juan: “Pero a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12).
Jesús había hecho lodo con su saliva, con el que untó los ojos del ciego, y lo envió a lavarse en la piscina de Siloé. Siloé significa «Enviado», y ciertamente Jesús quiso relacionar este signo con la piscina que llevaba ese nombre para que los judíos tuvieran una ayuda más para reconocer quién era Él.
El hombre hizo lo que Jesús le dijo y pudo ver. Todo este acontecimiento fue motivo de gran alegría, pues, como dirá más adelante el hombre curado a los fariseos: “Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento” (Jn 9,32).
Pero aquellos fariseos que se enteraron del milagro de Jesús no pudieron alegrarse por este signo extraordinario ni les hizo reflexionar. Jesús tampoco pudo ganarse sus corazones con esta señal tan clara y evidente del amor de Dios. Al contrario, como escucharemos mañana, permanecieron cerrados a Jesús.