Jn 20,24-29
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “Hemos visto al Señor.” Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de sus clavos y mi mano en su costado, no creeré.”
Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio, estando las puertas cerradas, y dijo: “La paz con vosotros.” Luego se dirigió a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.” Tomás le contestó: “Señor mío y Dios mío.” Replicó Jesús: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.”
“Dichosos los que creen sin haber visto”. Estas significativas palabras el Señor nos dirige hoy a nosotros, que no lo hemos visto con nuestros ojos físicos, pero aun así creemos. A veces podemos estar tentados a pensar que los discípulos que vieron al Señor tienen una ventaja frente a nosotros. Sin embargo, lo que nos dice el texto de hoy es distinto: resulta que el creer sin ver se convierte en una gran bendición y en un mérito. Por eso, hemos de implorar una y otra vez al Señor: “Aumenta nuestra fe” (Lc 17,5).
El Apóstol Tomás permanecía incrédulo, a pesar del testimonio de los otros discípulos, y quería cerciorarse de forma concreta a través de su propia experiencia. Sin embargo, la fe es una virtud teologal, y no se fundamenta primordialmente sobre la propia experiencia. La fe es un regalo de Dios, que nosotros hemos de acoger y cultivar. A Tomás debió haberle bastado con escuchar el testimonio de los otros discípulos para creer en la Resurrección del Señor. ¡De hecho, Jesús ya había predicho que resucitaría (cf. Mt 17,23)! Pero vemos que también a los otros apóstoles les había resultado difícil creer el testimonio de María Magdalena, anunciándoles la Resurrección (cf. Jn 20,18; Lc 24,11).
El Señor reprende a su discípulo Tomás de forma precisa y delicada. Por una parte, le concede su petición de tocar sus llagas para convencerse. Pero, al mismo tiempo, le da una lección que le deja en claro cuán imperfecta era su pretensión. Jesús le hace entender a Tomás que él aún lo busca de forma demasiado humana, y sus palabras nos dan también a nosotros una clara orientación para nuestro camino con Él.
Nosotros estamos llamados a escuchar el testimonio de los apóstoles, que nos es transmitido en la Sagrada Escritura y en la doctrina de la Iglesia. El que es de la verdad, escucha en ella la voz del Señor.
Entonces, para creer no hace falta haber sido testigos oculares de ciertos acontecimientos. La luz de la fe puede sernos transmitida a través del mensaje de otras personas. En la autenticidad de ese mensaje, es el Señor mismo quien se comunica y despierta en nosotros la fe. Aquellos que buscan pruebas para cerciorarse de la fe, tendrán que dar largos rodeos. Ciertamente el Señor les responderá, si buscan con sinceridad. Pero el camino más directo y fructífero es el de abrir simplemente el corazón, dejando entrar en él la luz de la fe.
Hoy en día, seguro a muchos les resulta difícil creer sencillamente en el testimonio de otras personas. El hombre vive rodeado de demasiadas voces e impresiones; demasiados ofrecimientos recibe de este mundo, y todo esto puede confundirlo. Por ello, es tanto más importante que nosotros, quienes seguimos al Señor, demos un claro testimonio, a través de nuestra vida y de nuestra palabra. La fe puede crecer en nosotros y echar raíces más profundas, de manera que también nuestro testimonio sea cada vez más convincente. Junto al Apóstol Tomás, confesemos con fe: “Jesús, Tú eres mi Señor y mi Dios.”