Crecer en el amor

1Tes 3,12–4,2

Hermanos, que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor mutuo -y en el amor para con todos-, como es nuestro amor para con vosotros. De ese modo, se consolidarán vuestros corazones con santidad irreprochable ante Dios, nuestro Padre, de cara a la Venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos. Por lo demás, hermanos, os rogamos y os exhortamos en el Señor Jesús a que os comportéis y agradéis a Dios tal como nosotros os enseñamos, y a que continuéis progresando en ese camino. Sabéis, en efecto, las instrucciones que os dimos de parte del Señor Jesús. 

El amor es el más supremo de los dones, como San Pablo mismo nos dice en otro pasaje de sus cartas (1Cor 13,13). La razón de ello es porque Dios mismo es el amor, y amando es como más nos asemejamos a Él.

“Sus numerosos pecados le quedan perdonados, porque ha mostrado mucho amor” –dice el Señor respecto a la mujer pecadora (Lc 7,47). 

Así, el objetivo principal de todos nuestros esfuerzos debe ser el crecimiento en el amor: amar a Dios y amar al prójimo en el amor de Dios.

En el “Mensaje de Dios Padre” a la Madre Eugenia Ravasio –una revelación privada con aprobación eclesiástica que he citado con frecuencia– el Padre dice así:

“Escuchad, hijos Míos: hagamos una suposición para que estéis seguros de Mi amor. Para Mí, vuestros pecados son como el hierro y vuestros actos de amor como el oro. Si me entregarais mil kilos de hierro, sería menos para Mí que si me donarais diez kilos de oro. Esto significa que, con un poco de amor, se pagan enormes iniquidades.”

A partir de esta seguridad que nos ofrece el amor de Dios, se acrecienta nuestra propia capacidad de amar. En efecto, quien se sabe amado, puede dejarse caer en este amor y así crece su valentía para amar a su vez. 

De hecho, se requiere una cierta valentía para amar, porque el amor te hace vulnerable… El “sí” total a Dios implica que Él nos hace partícipes de su Cruz, y el “sí” total al amor al prójimo implica que éste puede lastimarnos. Si no asumo estos riesgos, no podré dar el paso para una total entrega de amor. En cambio, si los asumo, aprenderé que “el amor todo lo soporta” (1Cor 13,7). Sí, el amor mismo se convierte en la fuente de la que emana el amor siempre de nuevo y en toda circunstancia. De esta forma, el corazón se consolida y se fortalece, y, como nos asegura el Apóstol, queda preparado para recibir al Señor. 

San Pablo nos exhorta a la perfección; esto significa que hemos de progresar en el amor. Efectivamente, jamás podremos amar lo suficiente, porque el amor viene de Dios y a Él jamás podremos superarlo. Algunos santos tomaron la decisión de optar siempre por el amor más grande, en la medida en que pudieran reconocerlo. Éste es un paso valiente, cuyas consecuencias serán de gran alcance, porque entonces habrá que aprender del Espíritu Santo a reconocer cuál es el mayor amor, hasta que esta opción se vuelva cada vez más natural. 

¿Será éste un paso demasiado osado? No, porque con cada vez que me decida por el amor, crecerá la fuerza del Espíritu Santo en mí, haciéndome capaz de dar el siguiente paso. Lógicamente hay que aprender a entender qué es lo que verdaderamente es el amor, y no podemos confundirlo con un mero sentimiento. Pero en la medida en que aprendamos a amar más y más, podrán hacerse realidad las palabras de San Agustín: “¡Ama y haz lo que quieras!” Porque será el amor el que conduzca nuestra voluntad… 

Con este primer domingo de Adviento, damos inicio a este tiempo de preparación para la “Fiesta del Amor”, como podemos denominar a la Navidad. Es un tiempo de gracia especial, en el que podemos ejercitarnos en el amor. Quizá podamos darle un gran regalo al Señor y pedirle que se digne acrecentar nuestro amor a Él y al prójimo. ¡Ciertamente le agradará esta petición, porque, de hecho, Él vino al mundo para revelarnos el amor de Dios! Al crecer en este amor y al actuar en él, la luz del Señor podrá brillar con mayor fuerza en el mundo.