Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con vosotros”. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió: “La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo”. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos”.
En la tarde de aquel mismo día, el Señor se mostró a los discípulos, que, temiendo persecución por parte de los judíos, se habían escondido. Pero Jesús se abrió paso hasta ellos aun a través de las puertas cerradas y empezó deseándoles la paz. Estas fueron las primeras palabras del Resucitado a sus discípulos, y en ellas se expresa lo que está previsto para todos los hombres.
¡Qué distinto es cuando el Hijo de Dios mismo se dirige a los hombres y les asegura la paz que viene de Dios! Cuando se la acoge, esta paz atraviesa las tinieblas de la ignorancia, toca y abre los corazones cerrados y los miedos empiezan a ceder. Es la paz que el mundo no puede dar (Jn 14,27); la paz que surge al vivir en conformidad con la verdad y el amor, la paz que Dios ofrece a los hombres como don infinito de su bondad y que les da la verdadera vida. Jesús viene a los suyos como Resucitado. Viene como vencedor, porque ha derrocado a Satanás, ha triunfado sobre la muerte y ha pagado el precio de rescate por los hombres en la cruz: «La paz esté con vosotros». ¡Es su paz!
Seguidamente, les muestra sus manos y su costado. Quiere darles la certeza absoluta de que es Él mismo, que entregó su vida en la cruz, de modo que la realidad de su Resurrección pueda calar profundamente en ellos. El que está ante ellos es su Señor, aquel a quien han seguido y por quien lo han dejado todo. ¡Ya no había lugar para dudas! Así, se abre paso ahora la alegría de que realmente es Él, su amado Señor, y de que está vivo.
Una vez más, Jesús les comunica su paz. Quiere consolidarlos en ella, pues tendrán que portarla a todos los hombres. Éstos deben saber que el Padre celestial les ama y quiere darles vida eterna. Deben saber que, a través de su Hijo, les ha allanado el camino para que se conviertan, vuelvan a Él y vivan. Los discípulos serán los verdaderos mensajeros de la paz. Siguiendo a su Señor, serán enviados a proclamar la buena nueva de la salvación a los hombres. Así como Jesús fue enviado por el Padre, ellos serán enviados por Él.
Ya antes, Jesús había dejado claro a sus discípulos que Él los había elegido. Ahora sopla sobre ellos para que reciban el Espíritu Santo. Este Espíritu los guiará, fortalecerá y les dará la autoridad para anunciar el Evangelio. A continuación, el Señor les otorga aquella potestad que la Iglesia administrará a lo largo de los siglos para la salvación de los pueblos en el sacramento de la penitencia: el perdón de los pecados en el nombre de Jesús. ¡Qué importante es esto para los hombres, que a menudo viven bajo el peso de sus pecados y privados de su libertad interior! No solo pierden la relación con Dios, sino que también viven en contradicción consigo mismos y con el sentido de su existencia, porque el pecado los destruye, les usurpa su vocación más profunda y afecta su capacidad de vivir en verdadera unidad con los demás.
Jesús confía a los apóstoles el gran remedio para las naciones: el mérito de su sacrificio en la cruz, para que los hombres puedan reconciliarse con Dios y no mueran en su pecado.
Detengámonos aquí un momento: ¿Qué sucedería si los hombres acogieran la gracia que les trae el Resucitado? ¿Qué sucedería si, impulsados por el Espíritu Santo, alinearan sus vidas con la Voluntad del Padre Celestial? ¿Qué pasaría si vivieran como verdaderos hijos de Dios?
Las respuestas no son difíciles. Surgiría entre los hombres esa unidad que proviene de Dios y se cimenta en la verdad y en la caridad. La paz que Jesús Resucitado trajo a sus discípulos y que ellos portaron al mundo entero se extendería y renovaría la faz de la tierra.
¿Es solo una piadosa ilusión o un sueño?
¡No! Ni Jesús ni sus discípulos eran soñadores, ni nuestro Padre Celestial permitiría que vivamos en ilusiones. Realmente existe esta posibilidad, existe el camino para alcanzarla, existe la verdad que Pilato no conocía (Jn 18,38), existe la vida que viene de Dios y que nunca terminará, existe el perdón de los pecados para todos los hombres que se convierten y piden perdón a Dios, existe el camino hacia la paz…
Los discípulos de Jesús son ahora fortalecidos en su fe, instruidos y enviados por Él. El Espíritu Santo les asistirá. Anunciarán al Salvador de todos los hombres, tanto judíos como gentiles. ¡Este es el designio de Dios!