1Tes 2,9-13
Recordad, hermanos, nuestros trabajos y fatigas: os proclamamos el Evangelio de Dios al tiempo que trabajábamos día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros. Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprochablemente nos comportamos con vosotros, los creyentes. Os exhortábamos y animábamos a cada uno de vosotros, como un padre a sus hijos, pidiéndoos que vivieseis de una manera digna de Dios, que os ha llamado a su Reino y gloria. De ahí que tampoco nosotros dejemos de dar gracias a Dios, porque, al recibir la palabra de Dios que os predicamos, no la acogisteis como palabra de hombre, sino cual es en verdad: como palabra de Dios, que permanece activa en vosotros, los creyentes.
Ayer, al fijarnos en Natanael, de quien el Señor dijo que era un “israelita de verdad” (Jn 1,47), habíamos reflexionado sobre las características de un verdadero cristiano y cómo podríamos reconocerlo.
En la lectura de hoy, San Pablo habla sin reparo de cómo él y sus colaboradores habían dado un buen testimonio para la comunidad cristiana, y ahora apela a este testimonio.
Tal vez podría resultar un poco extraño que el Apóstol parezca estarse alabando a sí mismo de esta manera. En la formación espiritual que recibimos de parte del Señor, así como también de los maestros de la vida espiritual a lo largo de la historia de la Iglesia, se nos exhorta más bien a ocultar nuestras buenas obras y a atribuírselo todo al Señor.
En principio, esto es lo correcto, pues siempre corremos el peligro de colocarnos a nosotros mismos en primer plano y buscar las alabanzas de los hombres.
Si ahora el Apóstol de los Gentiles se alaba a sí mismo, en contra de tales recomendaciones, el motivo debe ser distinto. De hecho, también conocemos aquel otro pasaje de la Segunda Carta a los Corintios, en el cual San Pablo describe sus sufrimientos y gracias especiales como Apóstol de Cristo (2Cor 11,18.21-30). La razón por la cual lo expuso fue porque habían personas que se habían infiltrado en la comunidad y hablaban de sus dones especiales para impresionar a los fieles. Y, en efecto, lo habían logrado. Esto fue lo que San Pablo quiso corregir, para que no se dejaran engañar y permanecieran en el camino que él les había enseñado. Fue por eso que también mencionó los dones especiales que Dios le había concedido.
En la lectura de hoy, al hablar del testimonio que él y sus colaboradores dieron, San Pablo quiere subrayar el hecho de que fue por medio de él que le había sido anunciada la verdad a la comunidad, y que este anuncio había sido confirmado por su testimonio.
Todos sabemos cuán difícil es tener credibilidad cuando la palabra que se anuncia y el testimonio personal están lejos el uno del otro. Cuando éste es el caso, a las personas les resulta mucho más difícil abrirse a la verdad de lo que se anuncia, que cuando ven coherencia entre la vida que se lleva y la palabra que se proclama. El testimonio de vida tiene una capacidad de convicción propia, y nosotros estamos llamados a esforzarnos por tal coherencia.
Sin embargo, también sería un punto de vista equivocado creer que se podría evangelizar exclusivamente a través del testimonio de vida, dejando a un lado todo anuncio. Así, se estaría privando a las personas del alimento que tanto necesitan. Por otro lado, tampoco sería realista creer que solo después de haber alcanzado un alto grado de santidad podríamos salir a anunciar. En tal caso, muy pronto se apagaría la palabra, pues probablemente no se encuentren muchas personas que hayan alcanzado la santidad de un San Pablo.
El Apóstol de los Gentiles subraya una vez más cuán importante es acoger la Palabra de Dios, que se distingue esencialmente de las palabras humanas, puesto que tiene el poder de iluminarnos, de corregirnos y de transformarnos. De esta forma, Ella se hace eficaz en nosotros.
Nunca debemos descuidar la lectura de la Palabra de Dios, sino que, de ser posible, deberíamos tomarnos el tiempo a diario. Si a nuestro cuerpo lo alimentamos día tras día, ¡cuánto más necesario es nutrir a nuestra alma y a nuestro espíritu con la Palabra de Dios! En el capítulo 10 del Libro del Apocalipsis (8-11), San Juan es instado a devorar un libro. Los padres del desierto hablan de que hay que “rumiar” la Palabra. Esto se refiere a interiorizarla, para que pueda habitar en nosotros y dar fruto.
En los confusos tiempos actuales, se vuelve aún más importante coleccionar en nuestro interior un “tesoro” de palabras bíblicas, al cual podamos recurrir en cualquier momento y lugar. En tiempos de gran tribulación, cuando incluso quede bloqueado el acceso a la Santa Misa (como, de hecho, sucedió ya), podremos siempre recurrir a este tesoro y alimentarnos de la “mesa de la Palabra”.
Si coleccionamos muchas palabras de la Sagrada Escritura en nuestro corazón, éstas serán un arma potente contra ese espíritu que quiere confundir a los hombres.
Por ello, también en vista del combate espiritual, es importante estar muy familiarizados con la Palabra de Dios y saber de memoria uno que otro pasaje.