La actitud vigilante

Mt 24,42-51

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Estad en vela, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Sabed esto: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que se horadase su casa. Por tanto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre. ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el amo puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo fuese malo y dijera en sus adentros: ‘Mi amo tarda’, y comenzase a golpear a sus compañeros y a comer y beber con los borrachos, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los hipócritas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.”

La vigilancia es un concepto clave para la vida espiritual en el seguimiento de Cristo. Esta vigilancia no se limita a determinadas etapas de nuestra vida, que podrían ser particularmente peligrosas; sino que debería ser la actitud constante que impregne la vida del cristiano. Esto no significa que hemos de vivir en aquella tensión que siempre teme que podría estar haciendo mal algo, y que puede terminar en escrúpulos. Más bien, se trata de que el alma esté atenta a la presencia de su Señor. Por supuesto que esto incluye la vigilancia frente al enemigo del hombre, que quiere aprovecharse de nuestras debilidades e inclinaciones. 

En el evangelio de hoy, el Señor nos da una clara instrucción sobre cómo practicar la vigilancia: “Estad en vela”. Esta disposición que se nos pide, significa estar totalmente enfocados en Dios y en espera del Retorno del Señor. ¿Cómo quisiéramos que Él nos encuentre si volviera en este preciso día? Esta misma actitud podemos aplicarla también a nuestra muerte. ¿Cómo quisiéramos enfrentarnos a ella? ¡Ciertamente todos responderíamos que quisiéramos que nos encuentre en estado de gracia! Por ello, se requiere vigilancia en todo lo que hacemos. ¿Estamos atentos a la Voluntad del Señor y procuramos obedecerle finamente en las cosas pequeñas y cotidianas, y no sólo a grandes rasgos y a nivel general? ¿Nos dejamos distraer con facilidad? ¿Descuidamos la oración y la conversión interior? ¿Nos ocupamos demasiado de las cosas de este mundo? ¿Manejamos correctamente los medios modernos o nos dejamos dominar por ellos? Siempre es provechoso examinar nuestra conciencia, para no dormirnos espiritualmente.

También nuestras actividades y quehaceres exteriores deben ser realizados con el enfoque puesto en Dios. Él nos encomienda cooperar en Su obra de traer de regreso a la Casa del Padre a los hombres. En otras palabras, Dios quiere que cumplamos la misión que nos ha sido confiada como cristianos y, más específicamente aún, la tarea que a cada uno le corresponde de forma personal. El Señor quiere vernos trabajando en esta misión, y alaba al siervo a quien, a su regreso, lo encuentra así. 

En lo que refiere a la dimensión interior, hemos de velar sobre nuestro propio corazón y sobre nuestros pensamientos. La oración, la recepción de los sacramentos y la Palabra de Dios fortalecen al hombre en su interior; y la ascesis, por su parte, nos ayuda a no ceder demasiado a nuestras inclinaciones y a tensar nuestra vida espiritual. 

En lo que refiere a la dimensión exterior –es decir, la evangelización y las obras de caridad –, hemos de tener presente la responsabilidad que tenemos con este mundo y con el prójimo. Estas dos dimensiones, la interior y la exterior, son como dos corrientes del amor, que actúan juntas y acrecientan nuestra vigilancia, especialmente cuando tenemos presente al Señor en todo lo que hacemos.

De este modo, la vigilancia nos ayuda a evitar dos peligros. Por un lado, la oración y las prácticas religiosas no pueden ser vistas como fines en sí mismas; sino que han de estar al servicio de la evangelización. Por otro lado, las actividades exteriores deben estar sostenidas por el camino interior, para que estén impregnadas por el “sabor del amor”.

Pidámosle al Señor vigilancia; aquella amorosa atención puesta en Él, que nos libra de la pereza y nos prepara para el encuentro con Él.