La necesidad de la fe

Lc 9,18-22

Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos respondieron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los antiguos profetas ha resucitado.” Les preguntó: “Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro le contestó: “El Cristo de Dios.” Entonces les ordenó enérgicamente que no dijeran esto a nadie. Y añadió: “El Hijo del hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; lo matarán y resucitará al tercer día.”

Aunque hayamos escuchado muchas veces estas palabras y las conozcamos bien, ¡cuán trágico es lo que aquí nos dice el Señor! Jesús tiene que ordenar a sus discípulos que no revelen a nadie su reconocimiento del Mesías, aun siendo así que Su Venida al mundo es el mensaje salvífico para toda la humanidad y un motivo de constante alegría. 

¡Qué distorsión de la realidad!

Quizá nosotros, los hombres, nos hayamos acostumbrado a la falta de fe y ya no nos percatemos de la perversión de muchos ámbitos de la vida humana. Pero si lo contemplamos con la luz de la fe, veremos la profunda oscuridad que se cierne sobre el mundo. ¡Es el reconocimiento del Mesías el que trae la luz a estas tinieblas! ¡Dios se compadece de los hombres!

Es la misericordia de Dios la que nos da verdadera esperanza, al enviarnos a Su propio Hijo. Gracias a ella, podemos elevar confiadamente la mirada hacia Dios, e incluso la misma muerte adquiere un sentido. 

Pero lamentablemente a las personas les cuesta reconocer al Mesías y el camino que Él tuvo que recorrer por nuestra salvación. Incluso en tiempos de Jesús, cuando las personas escuchaban su predicación, veían sus milagros y conocían su testimonio, fueron muchos los que no llegaron a esa profesión de fe que Pedro pronuncia en el evangelio de hoy. 

¿Por qué será así?

Es una pregunta que no podremos responder en su totalidad, porque sabemos que la gracia de la fe es un regalo inmerecido, sea que lo hayamos recibido a través de nuestros padres desde pequeños, o sea que hayamos experimentado una conversión. Por eso no podemos decir con seguridad por qué una persona recibe la fe y la otra no. 

Esto no significa, de ninguna manera, que Dios haya destinado a ciertas personas para la fe y a otras no, como lo enseña erróneamente la doctrina del predestinacionismo. Tampoco es que sea irrelevante si el hombre cree o no; si se adhiere a esta o aquella religión. En Su Hijo Jesucristo, Dios ha revelado la verdadera fe, y se la ha confiado a la Iglesia. Anteriormente había hablado por medio de los profetas (cf. Hb 1,1-2). Ahora, a la Iglesia le ha sido encomendada la misión de anunciar la verdadera fe. 

Cuando una persona recibe este anuncio y así llega a conocer la verdad, se ve confrontada a una decisión: o bien se abre a esta verdad y al actuar del Espíritu Santo; o se cierra ante ella.

Si la persona se cierra culpablemente, siempre acarreará graves consecuencias, porque el hombre ha sido creado para Dios y, por tanto, para la verdad. Si se cierra al mensaje de la fe, el plan de Dios no podrá realizarse en ella y la gracia de la salvación no podrá alcanzarla. En consecuencia, esta persona no podrá ocupar el sitio que Dios había dispuesto para ella en el plan salvífico. Si vive en pecado y no se convierte, su salvación eterna estará en peligro. 

Entonces, la pregunta que debemos plantearnos es qué es lo que nosotros podemos hacer para que la fe llegue a las personas, de manera que ellas puedan reconocer como Pedro: “Tú eres el Cristo de Dios”.

Como fieles católicos, sabemos la respuesta: orar intensamente, ofrecer nuestros sacrificios al Señor, recorrer con coherencia el camino de la santidad, practicar las obras de misericordia corporales y espirituales y aprovechar todas las oportunidades para transmitir el Evangelio de forma auténtica. 

Sabemos que el Señor quiere llegar a todas las personas, y que nosotros estamos llamados a cooperar en esta misión. ¡Dios quiere salvar a todos los hombres por medio de Su Hijo! A través de Él, el amor de Dios sale en busca de Sus hijos, y nosotros estamos invitados a unirnos a esta búsqueda.

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