El Espíritu Santo es la luz que penetra también la oscuridad de nuestro corazón. ¡Y es que de este corazón sale todo lo malo en nosotros (cf. Mt 15,19)! Por eso, ha de ser purificado por la luz divina. Así, el Espíritu Santo puede impregnarnos, siempre y cuando vivamos en estado de gracia. Entonces percibimos Su presencia como una clara luz, que nos une más profundamente a Dios. Allí donde esta luz resplandece, choca con la oscuridad de nuestro corazón, y entonces nos invita a abrir esta oscuridad a Su luz.
Pongamos un ejemplo concreto… El Espíritu Santo, quien quiere producir en nosotros el fruto de la mansedumbre, se encuentra con nuestra naturaleza iracunda, que fácilmente se deja irritar. En Su luz, nos damos cuenta de ello, y Él nos exhorta a refrenar la ira. Él nos traerá a la memoria las palabras: “Dichosos los mansos…” (Mt 5,5). Sí, es Él quien nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26). Y entonces nos corresponde a nosotros tomar la decisión: ¿Queremos acoger la invitación y dirigirnos hacia la luz, o nos quedamos en justificar nuestra ira? Si, en esta situación, acudimos al Espíritu y le pedimos que toque nuestra ira, estaremos abriendo nuestra oscuridad a Su luz, y la situación cambiará. Este ejemplo podríamos aplicarlo a muchas situaciones…
La luz del Espíritu Santo es el amor, que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). ¡El Espíritu Santo es el amor entre el Padre y el Hijo! Este amor divino calienta e ilumina nuestro corazón, toca sus profundidades y quiere atraerlo a sí. Cuando Jesús nos habla del Paráclito, nos asegura que será Él quien permanezca siempre junto a nosotros (cf. Jn 14,16). Esto no hace referencia únicamente a Su presencia en el mundo, sino también en nuestro corazón. El Espíritu Santo permanece en un corazón que vive en estado de gracia, y no sólo ilumina el entendimiento, sino que también modela este corazón. Si en la devoción al Sagrado Corazón le pedimos al Señor que haga nuestro corazón semejante al Suyo, será el Espíritu Santo quien lleve a cabo esta obra.
A veces se puede percibir esta presencia del Espíritu Santo en el corazón, sobre todo cuando se ha emprendido un camino de oración interior y se vive en diálogo con Él. De hecho, es Él nuestro Maestro espiritual, porque ¿quién mejor que Dios mismo para instruirnos en los caminos de Dios?
Generalmente, la presencia del Espíritu Santo es suave, delicada y tierna, tal como la presencia de Dios se le manifestó al profeta Elías en una suave brisa (cf. 1Re 19,11-13). Por supuesto que, en el acontecimiento de Pentecostés, fue distinto, pero en la vida espiritual suele tener este carácter suave.
Vale aclarar que la delicadeza del Espíritu no significa, de ninguna manera, una falsa condescendencia y blandura. ¡No! El Espíritu Santo es testigo de la verdad. ¡Y en ello está firme! Pero sabe pronunciar la verdad en el amor.
Se lo puede notar, por ejemplo, en el conocimiento de sí mismo a la luz del Espíritu Santo… No es acusador ni rudo; no es deprimente ni pisotea; sino que es veraz y delicado. En la luz del Espíritu Santo, el conocimiento de sí mismo ha de servir para arrebatar el alma de la oscuridad y llamarla a la luz, sin jamás forzarla. La coacción le es ajena. En ese sentido, uno puede hacer un buen discernimiento de los espíritus: si es un conocimiento de sí mismo que le deja a uno sin salida o incluso le lleva a la desesperación, no puede venir del Espíritu Santo. Él siempre nos señala el camino a la Cruz, de donde nos viene el perdón y nos es posible un nuevo comienzo.
Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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