Mt 5,38-42
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitar contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla, vete con él dos. A quien te pida da, y no vuelvas la espalda al que desee que le prestes algo.”
Con estas palabras, el Señor abre un horizonte completamente nuevo, que supera con creces aquella ‘relación de derecho’ que suele prevalecer entre las personas. Quizá podamos compararlo con la relación entre la justicia y la misericordia. Esta última supera a la justicia (cf. St 2,13), y nos introduce de forma especial en el misterio del amor de Dios.
Lo mismo sucede en el texto de hoy. El Señor cambia ante nuestros ojos la imagen del enemigo: ya no es aquel a quien le “hago pagar” por lo que me hizo, para así reestablecer la justicia. El evangelio nos muestra otro camino, en el que, de ser posible, se trata incluso de “ganar” al enemigo para Dios. Para ello se requiere otra calidad de amor, que no podemos alcanzar por nosotros mismos.
En efecto, es Dios mismo quien actúa así, pues Él nos amó cuando todavía éramos enemigos suyos a causa del pecado (cf. Rom 5,8-10). El amor de Dios no se detuvo ante el rechazo de los hombres. Él sabía que enviaba a su Hijo a un mundo que a menudo lo ve con hostilidad, y estaba consciente de que lo maltratarían y crucificarían.
Pero ¿qué otra alternativa le quedaba a su amor? ¿Acaso podía rechazar definitivamente a los hombres, dejándolos a merced de su propio destino y abandonándolos así a la condenación, junto con los demonios? ¡No! ¡Dios no sería capaz de ello! Por eso envió a su Hijo único para quitar el pecado del mundo (cf. Jn 1,29).
Así, a cada hombre, por mucho que se haya extraviado, se le ofrece el perdón en Cristo. Se podría decir que en la Cruz fue vencida la enemistad (cf. Ef 2,14-16): el asesino puede convertirse en un hermano, una vez que acepte el perdón de Dios y cambie de vida, gracias a la fuerza que procede de Él.
Ahora, Jesús nos invita a entrar en esta dimensión del amor. No debemos quedarnos en nuestros derechos. Por supuesto que seguiremos llamando al pecado por su nombre y rechazando las injusticias, pues tampoco el Señor dejó de hacerlo (cf. Jn 18,23). También es importante seguirlo reconociendo: si alguien realmente nos ha hecho daño, no podemos simplemente actuar como si no hubiera sido malo. De lo contrario, la misericordia se vuelve dulzona y se deforma, y uno ya no se toma en serio la injusticia.
Pero el amor es capaz de dar el paso decisivo: ofrece la reconciliación, no cierra el corazón herido, sino que lo abre, así como lo hizo Jesús frente a nosotros: “Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen” (Lc 23,34) –dijo en la Cruz ante sus verdugos.
Este es el contexto en el que nos habla el evangelio de hoy, invitándonos a dejar en segundo plano la perspectiva del derecho, por causa de un amor más grande.
Para corresponder a estos altos estándares, así como también para aplicar las Bienaventuranzas, necesitamos la gracia de Dios. Si pretendiésemos cumplir estas enseñanzas de Jesús simplemente con nuestra voluntad humana, no tardaremos en chocarnos con nuestras limitaciones y terminaremos decepcionados, sin ánimos de seguir ambicionando lo más perfecto.
Entonces, el evangelio de hoy es un descubrimiento más profundo del amor de Dios, que puede hacernos capaces de actuar como el Señor. Sin embargo, esto no debe confundirse con una actitud que evita cualquier conflicto con otra persona y que siempre cede con tal de evadir toda confrontación. Aquí, en cambio, se trata de una actitud muy consciente, que, ante la hostilidad con la que nos encontremos, sea capaz de dejar atrás las reacciones naturales y le pida concretamente a Dios poder actuar como Él.
Con la gracia de Dios, se debe tener en vista sobre todo la salvación eterna de la otra persona. Aunque no fuese posible un encuentro directo con nuestro enemigo, siempre podemos rezar por él y por la salvación de su alma: “Haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen.” (Lc 6,27b-28)
La exhortación a amar a nuestros enemigos y a lidiar de forma distinta con la hostilidad es uno de los mayores retos en el camino de seguimiento del Señor, pues exige que vayamos mucho más allá de nuestras reacciones naturales. Ante esta exhortación, suele surgir una resistencia interior, aun si con el espíritu consintamos una dimensión tal y la admiremos en aquellos que son capaces de ponerla en práctica.
Para la aplicación concreta, es necesario trabajar en nuestro propio corazón y a veces incluso en la voluntad. Si el Señor exhorta, también da la gracia para corresponder a sus estándares. De ello podemos estar seguros, y pedirle con insistencia que nos haga capaces de amar a los enemigos.