Seguir la voz del Señor

Jn 17,6a.11b-19 (Lectura correspondiente a la memoria de San Cornelio y Cipriano)

En aquel tiempo, Jesús levantó los ojos al cielo, y oró diciendo: “Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros. Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto. Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo. Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad.”

Al leer los textos Sagrados, podemos notar una vez más cuán esencial es para el Señor glorificar al Padre. El Nombre de Dios había de manifestarse a través de Él, y los hombres podían conocer por Su medio la bondad del Padre. Jesús toma a aquellos que le siguen como un regalo y, a la vez, un encargo que le ha sido encomendado por las manos del Padre, y le pide a Él que los preserve en su Nombre. Él los protege como el Buen Pastor, y sabemos que, tras esta plegaria al Padre, dará su vida por las ovejas (Jn 10,11). 

Jesús está bien consciente de tantos peligros que acechan a los hombres, cuando a menudo pretenden erigir un dominio autónomo, prescindiendo de la relación con Dios. 

Sin embargo, Dios llama al hombre a vivir en íntima comunión con Él, y de ahí brotará la verdadera y duradera fraternidad y unidad entre los hombres, como hijos de un mismo Padre Celestial. ¡Éste es el Reino de Dios! Las obras humanas se derrumban al cabo de un tiempo, por más alto que quieran llegar, así como sucedió con la torre de Babel (cf. Gen 11,1-9). Los diversos reinos de este mundo van y vienen. Se desmoronan rápidamente cuando no tienen un verdadero fundamento; cuando el pecado, la corrupción y la injusticia encuentran cabida…

En cambio, la íntima comunión de vida con Dios, en la cual Jesús introduce a Sus discípulos, permanece para siempre, por el hecho de estar cimentada en Dios. ¡Esto es motivo de gozo! Y éste es el gozo que Jesús concede a los Suyos: es la alegría en Dios, la alegría de vivir en unidad con Él, la alegría de conocerlo, la dicha de poder servirle. 

Sin embargo, el discípulo del Señor sigue corriendo peligro mientras viva en este mundo, y se le exhorta a estar vigilante, porque puede verse confrontado al odio y al rechazo. Jesús no nos pinta un mundo que abraza de buena gana la fe; ni un mundo que nosotros, los fieles, deberíamos abrazar. ¡Esto sería una utopía! ¡No habrá un Paraíso en la Tierra!

La Iglesia debe permanecer vigilante, y no dejarse seducir para cooperar con otras religiones, instituciones y gobiernos en el propósito de alcanzar una paz mundial cuyo fundamento no sea Dios. Ésta sería una falsa paz, que rápidamente puede convertirse en una dictadura y empezar a perseguir a los cristianos. El espíritu del Anticristo puede ocultarse detrás de objetivos aparentemente buenos, para así engañar a las personas. 

Las palabras del Señor, en cambio, son realistas y veraces. Los Suyos han de vivir en el mundo, pero no ser del mundo. Esto significa que su pensar y actuar debe definirse según el Espíritu Santo, y no según lo que sea “políticamente correcto” u otras confusiones. 

La misión de los discípulos es anunciarle el evangelio a este mundo e impregnarlo con la levadura de la verdad; pero de ningún modo pueden permitir que la verdad del evangelio sea distorsionada por el veneno de las ideologías. 

En esta misión santa que se nos ha encomendado, nosotros, los cristianos, podemos confiar en la oración del Señor, que hoy nos asegura que seremos preservados del Mal, conforme a lo que Él pidió a Su Padre.

Por eso, permanezcamos en la Palabra del Señor y acojámosla profundamente en nosotros. Ella es nuestra orientación, sean cuales sean las ideas o conceptos mundanos que aparezcan, incluso dentro de la Iglesia. 

Gracias a la Palabra del Señor, aprendemos a discernir, porque en ella escuchamos la voz de nuestro Pastor, a quien seguimos. ¡Sólo tras Él irán las ovejas, y Él las protegerá (cf. Jn 10,4-5)!