Sanación interior en Dios (Parte V)

La oración

Gracias a la fe, a la Palabra de Dios, al perdón de los pecados y al poder sanador de los sacramentos, el hombre es sacado de su perdición, para ser conducido más y más a la cercanía de Dios. Su presencia sanadora y fortificante en el alma hace que en ella se despliegue la nueva vida de Dios. Esta vida nueva, que restituye en el hombre la imagen de Dios, necesita alimento a diario, para que pueda crecer y madurar. Este alimento nos lo proporciona el Señor a través de las diferentes maneras que habíamos meditado en los últimos días, y de forma eminente lo hace por medio de una vida de oración.

Santa Teresa de Ávila, maestra de la vida interior, denomina a la oración como el gran diálogo con Dios. A través de la oración, nuestra alma se dirige a Dios y se hace receptiva frente a Él. ¡Es Dios mismo quien nos llama a la oración! ¡Es el Espíritu Santo quien nos introduce cada vez más profundamente en ella!

La persona orante sale de su aislamiento interior, y experimenta con creciente naturalidad la presencia amorosa del Señor.

La oración se convierte en un intercambio de amor con Dios, que reestablece la confianza y la constante conexión con Él. Particularmente la restauración de la confianza en Dios es un profundo acontecimiento de sanación en el corazón humano, porque, de hecho, la pérdida y la limitación de esta confianza representa un grave trastorno en la relación que Dios ha querido tener con el ser humano.

Cuando el miedo y la desconfianza dominan a la persona, su alma está enferma y la vida se oscurece. Esto cuenta tanto en la relación con Dios como también en la relación con el prójimo. Estos sentimientos amenazan con dominar por completo al hombre, y cuanto más lo hacen, tanto más la vida se vuelve sombría, infecunda y sin alegría.

Entonces, es la oración, en la que llevamos conscientemente ante Dios estos sentimientos y le pedimos ser liberados, la que le permite al Espíritu Santo tocarlos. Y en este contacto se van disolviendo los sentimientos negativos. Cuando, al mismo tiempo, le pedimos a Dios que nos conceda confianza, entonces el alma se libera de la atadura de sus sentimientos negativos.

La vida de oración no es, en primera instancia, una obligación que nos sea impuesta para que no nos olvidemos de Dios; para que lo honremos y seamos protegidos del Mal. Antes bien, la oración es una invitación a cultivar una íntima relación de amor con Dios; es ese gran diálogo en el cual aprendemos a conocerlo y amarlo cada vez mejor. Para respetar la libertad que el amor implica, la oración no ha de estar sometida a un “tengo que”. Pero, eso sí, requiere de disciplina, que es la que nos ayuda a no quedar a merced de las fluctuaciones de nuestra naturaleza.

Al entender la oración como el tiempo en que cultivamos la relación con Dios, podremos liberarnos de ciertas presiones que aún pueden pesar sobre nuestra vida de oración; de ese “tengo que” que oscurece el alma. Podríamos, por ejemplo, tener en nuestro interior algo como una presión de rendimiento: “tengo que salvar la mayor cantidad posible de almas a través de mi oración”; o “tengo que ofrecer expiación por tantos pecados de la humanidad”… Sin poner en duda estas nobles intenciones, y sin quitar de ningún modo la importancia de tales oraciones, hay que procurar que la oración no esté determinada por un fuerte “tengo que”; sino que en todas sus etapas respire un espíritu de libertad. El encuentro y la vida con Dios nos conduce precisamente a la libertad de los hijos de Dios, lo cual, por supuesto, no puede confundirse con arbitrariedad o con hacer lo que se quiera. La verdadera libertad nos permite salir de todo tipo de presiones y nos concede la alegría como fruto.

La verdadera alegría; la alegría en Dios y en todo lo que Él ha creado y ha hecho por nosotros, los hombres; la alegría como fruto del Espíritu Santo, es un fuerte remedio para el alma. Esta alegría transfigura e impulsa la vida en la luz de Dios, y es ya una expresión de la sanación que se está produciendo en el alma. La persona toma una actitud de aceptación ante la vida y sus retos. A la luz del creciente amor, su alma va sanando y robusteciéndose.

Sin embargo, aún le queda el combate que todos hemos de enfrentar mientras vivamos en este mundo, para no perder la gracia que Dios nos ha concedido y colaborar con ella. Pero en este combate no estamos abandonados ni desamparados; sino que el alma que es fortalecida por el Señor se enfrenta a tal lucha, aunque sin poner su confianza en sus propias fuerzas. Ella está consciente de que esta lucha le ayudará a seguir creciendo y a cumplir su misión.


Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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