Lc 4,31-37
En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, población de Galilea, y los sábados les enseñaba. La gente quedaba asombrada de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio impuro y se puso a gritar a grandes voces: “¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres: el Santo de Dios.” Jesús entonces le conminó: “Cállate y sal de él.” Y el demonio, arrojándole en medio, salió de él sin hacerle ningún daño.
Todos quedaron pasmados y se decían unos a otros: “¡Qué palabra ésta! Da órdenes con autoridad y poder a los espíritus impuros, y los hace salir.” Así que su fama se extendió por todos los lugares de la región.
El Señor vino para destruir las obras del diablo (cf. 1Jn 3,8); aquellas que pretenden robarle al hombre lo que ha recibido de parte de Dios: la vida de la gracia en intimidad con el Señor, una vida fructífera como hijo y colaborador suyo y, finalmente, la vida eterna junto a Dios y los suyos.
Con la venida del Señor, se manifiesta la hora del juicio para los demonios. Se ven obligados a retroceder y no pueden mantener su dominio sobre los hombres. Como dice otro pasaje del evangelio, en Jesús ha llegado uno que es más fuerte (cf. Lc 11,22).
Nosotros, los fieles, debemos tener esto más presente, porque también a nosotros nos corresponde actualizar la victoria de Cristo en la Tierra. ¡Los poderes de las tinieblas ya han sido vencidos! Cuando el Señor viene, la oscuridad tiene que ceder; es decir que cuando Él mora en nosotros, su luz se difunde también a través nuestro y los demonios se ven amenazados por ella.
Podemos proceder contra las fuerzas del mal con diversas oraciones, y en estos tiempos de confusión en la Iglesia, deberíamos hacerlo con especial intensidad. La oración a San Miguel Arcángel, el Santo Rosario y muchas otras armas espirituales que tenemos a disposición, deben ser usadas por los fieles ahora más que nunca, para que se desvanezca la sombra que actualmente se cierne sobre la Iglesia.
Para decirlo más claramente aún: ¡Los demonios deben ser ahuyentados! Esto no es tarea exclusiva de los sacerdotes, sino que todos los fieles están llamados a cooperar para que la luz del Señor se difunda.
Nosotros no estamos simplemente a merced de estos poderes, indefensos ante ellos; sino que estamos llamados a ofrecerles resistencia en el Señor. De esta manera, también nuestra fe personal se fortalece.
Conviene recordar una y otra vez que en el combate espiritual no luchamos contra la carne y la sangre, sino “contra los principados, las potestades y las dominaciones de este mundo de tinieblas” (Ef 6,12); es decir, contra los ángeles caídos, los demonios. Son ellos los que incitan a las personas al mal y siempre intentan engañarlas e involucrarlas de una u otra forma en su propia rebelión contra Dios.
Si observamos el estado en que se encuentra el mundo, notaremos cuán lejos de Dios están a menudo las personas, bajo el influjo de los poderes de las tinieblas, aun si no se dan cuenta.
Pero, ¿de quién escucharán el mensaje del Señor, si no se lo anunciamos nosotros?
No cabe duda de que Dios puede intervenir también directamente en la vida de las personas, y de hecho lo hace; pero el camino ordinario que Él elige es a través de la Iglesia. Por eso, es necesario que primero la Iglesia sea purificada, para que entonces pueda anunciar el evangelio y llamar a la conversión a las personas con una nueva fuerza y credibilidad. Conversión significa responder al llamado de Dios y ordenar realmente la propia vida ante Él. Lamentablemente, rara vez oímos hablar de esto, aunque urge que esta exhortación resuene desde la cabeza de la Iglesia, para alcanzar a todos sus miembros.
¡Pero esto no sucede! No obstante, los fieles no deben dejarse paralizar por ello; sino que han de asumir responsabilidad, aun si actualmente no pueden contar con la guía de los pastores.