Mt 9,9-13
En aquel tiempo, vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y le siguió. En cierta ocasión, estando él a la mesa en la casa, vinieron muchos publicanos y pecadores, que se sentaron a la mesa con Jesús y sus discípulos. Al verlo los fariseos, dijeron a los discípulos: “¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?” Mas él, al oírlo, dijo: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: ‘Misericordia quiero y no sacrificio’; porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.”
Hoy el Señor nos da tres pautas que deberían acompañarnos siempre en nuestros esfuerzos de evangelizar:
- “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.”
- “Misericordia quiero y no sacrificios.”
- “No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.”
Detengámonos un poco en cada una de estas frases del Señor.
- “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.”
El Señor conoce hasta lo más profundo del alma del hombre y ve las enfermedades que habitan en nosotros. Son enfermedades de todo tipo, que requieren ser curadas. Cuanto más el hombre se aparta de Dios, tanto más se proliferan las enfermedades del alma y pueden llegar a convertirse en una permanente carga. No se trata sólo de aquellas enfermedades que se manifiestan físicamente; sino también de aquellas que están ocultas y que sólo el Señor conoce, como, por ejemplo, el vacío interior, la abrumante soledad, los complejos que no han sido superados, los miedos, entre muchas otras… Jesús mira con amor nuestra alma enferma, y quiere que nosotros hagamos lo mismo con los demás. Son precisamente las personas enfermas las que están necesitadas de la ayuda de Dios. Esto es lo que Jesús nos hace ver. Aquellos que están relativamente sanos también necesitan al Señor; pero los enfermos aún más. ¡Siempre debemos tener esto presente en la evangelización!
- “Misericordia quiero y no sacrificios.”
La misericordia es la actitud fundamental de Dios frente a sus creaturas e hijos. Él, que posee la plenitud en sí mismo, se abaja en su amor por nosotros, que somos todos imperfectos y necesitados. Esta misericordia no tiene nada de arrogancia; no quiere humillarnos como lo hace el orgulloso, que pretende hacerle sentir al otro que en realidad no tendría que darle nada, y que si lo hace es sólo porque es muy “misericordioso”. ¡No! La misericordia de Dios brota de su Corazón lleno de amor, eleva y atrae a su criatura hacia sí mismo, colmando su corazón de alegría e inundándolo de gratitud. La verdadera misericordia tiene en vista, en primer lugar, la salvación eterna de la persona, puesto que esto es lo decisivo en su vida. Dentro de esta meta de conducir al hombre a la eternidad, la misericordia tiene en vista también todas sus otras necesidades, movida siempre por el mismo amor.
La misericordia de Dios, que a diario se nos ofrece, nos pide que también nosotros seamos misericordiosos, pues estamos llamados a ser perfectos como el Padre Celestial (cf. Mt 5,48). Esto significa que hemos de aprender a tratar a las personas en el modo en que Dios lo hace. Por eso el Señor nos recuerda que, en primer lugar, debemos convertir nuestro corazón: “Misericordia quiero y no sacrificios”. Ciertamente esto no significa que no podamos hacer sacrificios por amor, ofreciéndolos, por ejemplo, por la conversión de los pecadores. Pero el punto esencial está en que aprendamos a tratar a las personas en el amor de Dios. De hecho, en esto consiste la transformación del corazón, pues de un corazón amoroso brotarán buenas obras y, al mismo tiempo, sus sacrificios estarán impregnados por este amor.
- “No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.”
Lo mismo que hemos dicho acerca de los enfermos, se aplica de forma similar a los pecadores. Su estado no es solamente el de una enfermedad –aunque podríamos decir que el pecado es una especie de enfermedad espiritual–, sino que el pecador se encuentra en flagrante contradicción con Dios, y, por tanto, también consigo mismo y con todo el sentido de su existencia como criatura. Esto nos resultará aún más claro al considerar que en realidad los hombres están llamados a vivir como hijos de Dios. Las consecuencias del pecado son fatales e incalculables, tanto en lo que se refiere a su destino eterno como también a su vida terrenal. Desde esta perspectiva, los pecadores son los más pobres de este mundo; son los que más necesitan de nuestra ayuda, más aún que los enfermos y los pobres en sentido material, porque lo que está en juego es su salvación eterna, y no se trata sólo de una ayuda material que podemos brindarles, por importante que ésta sea.
Por eso la Iglesia nunca puede dejar de llamar a los pecadores a la conversión. Todas sus otras actividades han de estar subordinadas a esta primera misión. No se puede dar el primer rango a aquellas formas de servicio que son secundarias. Las personas que viven en contradicción con Dios, consigo mismas y con su razón de vivir son las que están particularmente necesitadas de escuchar el anuncio del Señor, quien quiere perdonarles sus culpas y conducirlos a la vida eterna.