En las meditaciones anteriores, habíamos señalado ya que el fundamento para todo acto de amor es el cumplimiento del primer mandamiento: amar a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas. Lo bueno que podamos hacer a partir de una decisión de la voluntad, sólo obtendrá su pleno resplandor al hacerlo en unión con Dios, dando testimonio de Él y haciéndolo, por tanto, para Su glorificación.
Es más que justo que nosotros, los cristianos, demos a conocer esta realidad, porque, de hecho, ¿qué podríamos lograr sin la ayuda y la gracia de Dios? ¿Hay acaso algo que no hayamos recibido de Él? Por tanto, también es importante no comportarse como si lo bueno saldría de nosotros mismos.
Nosotros somos creaturas de Dios y, por gracia, fuimos elevados a ser Sus hijos. Este hecho no hemos de interpretarlo como una restricción de nuestras capacidades personales, tal como nos lo propone la soberbia, que, en el peor de los casos, puede llegar hasta una rebelión satánica. Antes bien, hemos de aceptarlo con amor y gratitud para con nuestro Padre y Creador, tomando así conciencia de la realidad.
Sabemos que nuestro Padre Divino no nos necesita ni a nosotros ni a nuestra adoración, puesto que Él es perfecto y pleno en Sí mismo. Lo único que lo mueve es el deseo de redimirnos y hacernos partícipes de Su gloria eterna. ¡Tanto más profundamente debería despertar nuestro amor a Dios, correspondiendo así a Su regalo de amor!
Así dice en el “Mensaje del Padre”:
“Me dirijo a todos los hombres del mundo entero, deseando que este llamado de mi amor paternal resuene por doquier. Este amor infinito que pretendo daros a conocer es una realidad permanente. Por tanto, amad, amad mucho, amad siempre, pero colocad también a este Padre en el centro de vuestro amor, para que, a partir de hoy, pueda mostrarme a todos como el Padre que más apasionadamente os ama.
Se trata, entonces, de vivir en el amor de Dios y de dar testimonio de Él. Así también estaremos contrarrestando el creciente olvido de Dios, que es uno de los grandes causantes de que la capa de hielo que rodea a la humanidad se acreciente y los errores se proliferen. Al testificar amorosa y humildemente nuestra dependencia de Dios, corregimos también ese humanismo que pretende que el hombre es bueno por sí mismo.
Como escucharemos en el siguiente pasaje del “Mensaje del Padre”, Él llama a anunciar Su amor paternal particularmente a aquellos que ya se han consagrado a Su servicio:
“Y a vosotros, mis amados hijos, sacerdotes y religiosos, os encomiendo dar a conocer este amor paternal que tengo para todos los hombres y para vosotros en particular. Vosotros debéis trabajar para que mi voluntad se realice en los hombres y en vosotros. Y esta voluntad consiste en que Yo sea conocido, honrado y amado. ¡No dejéis mi amor por tanto tiempo sin responder, porque estoy encendido por el deseo de ser amado!”
Entonces, de ningún modo es que a Dios le dé igual si correspondemos o no a Su amor. ¡Él está sediente de nuestro amor, para podernos conceder la plenitud de Su gracia o, mejor dicho, para disponernos a acogerla!
Quizá podamos entenderlo un poco si nos ponemos en la situación de que otra persona está buscando algo sobre lo cual nosotros podríamos informarle… Pero resulta que ella está tan ocupada consigo misma, que no escucha siquiera, y una y otra vez se enreda tratando de encontrar una solución. Precisamente porque la queremos, desearíamos que nos preste atención y nos abra el corazón, de manera que podamos compartirle lo que está buscando desesperadamente. Podríamos decir, entonces, que estamos sedientos de que nos escuche.
Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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