Jn 14,21-26
Jesús dijo a sus discípulos: “El que tiene mis mandamientos y los lleva a la práctica, ése es el que me ama; y el que me ama será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él.”
Le preguntó Judas –no el Iscariote–: “Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?” Jesús le respondió: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará; y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra no es mía, sino del Padre que me ha enviado. Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho.”
Hoy Jesús nos muestra claramente que el amor a Él consiste, en primer lugar, en cumplir sus mandamientos, es decir, permanecer en su Palabra. Esta afirmación puede resultarnos un poco sorprendente en un primer momento, pues estamos acostumbrados a asociar el amor con el plano de los sentimientos. Aunque sin menospreciar la dimensión emocional, que naturalmente también hace parte del amor y le da una especial calidez, el evangelio de hoy se dirige más bien a la voluntad del hombre.
La voluntad es aquella libertad, aquella potencia del amor que nos da sido dada para podernos decidir para lo que es correcto, y luego poner en práctica esta decisión. Ahora bien, los mandamientos de Dios y la Palabra del Señor son lo correcto por excelencia. No existe nada más importante que esforzarse por vivir plenamente de acuerdo a sus mandamientos y permanecer en su Palabra. De hecho, la vida eterna es la recompensa que se nos promete por cumplir los mandamientos (cf. Prov 4,4).
Como personas de fe, nos resulta totalmente lógico y comprensible todo lo dicho hasta aquí. Sin embargo, frente a las diversas tentaciones que nos atacan en el camino, la dificultad está en mantener en pie esta decisión fundamental de cumplir los mandamientos y permanecer en la Palabra.
De hecho, no se trata solamente de guardar los mandamientos en su contenido literal; sino que el Señor nos muestra también las actitudes más sutiles que hacen parte del cumplimiento de los mandamientos en su sentido más profundo. Tomemos como ejemplo el sexto mandamiento, que prohíbe el adulterio: Jesús va más allá y nos dice claramente que se comete adulterio en el corazón con sólo mirar a una mujer para desearla (cf. Mt 5,28). A esto vienen a añadirse también todas las instrucciones morales que nos da la Iglesia en lo referente al manejo de la sexualidad.
No es difícil darnos cuenta de que, en el entorno en que nos movemos, a menudo ya no se respetan estos mandamientos de Dios. Incluso dentro de la Iglesia –lo cual resulta particularmente trágico– hay corrientes que afirman que ya no se debe mantener al pie de la letra todo el contenido del sexto mandamiento. Recordemos, por ejemplo, que en muchos países la Iglesia apenas toca el tema de la castidad antes del matrimonio…
Por ello, nuestra voluntad debe unirse plenamente a la de Dios, y a Él hemos de pedirle la fuerza para ser fieles a aquello que hemos reconocido como verdadero y que nos ha sido transmitido por la auténtica doctrina de la Iglesia. Esto es lo que significa “permanecer en la palabra del Señor”, de manera que Dios pueda morar en nosotros. Ciertamente Él, en su infinito amor, busca siempre al pecador; sin embargo, no puede establecer su morada en la persona que no vive según sus mandamientos.
Se requiere mucha vigilancia para permanecer en la Palabra del Señor. Por ello, es importante no descuidar nunca la vida espiritual, acoger profundamente la Palabra de Dios, recordarla frecuentemente en la oración y recibir los sacramentos como un regalo que se nos da.
En su inmensa bondad, Dios nos otorga el don del Espíritu Santo para este camino de vigilancia: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho.” Es el Espíritu Santo quien nos recuerda que hagamos aquello que el Señor quiere de nosotros. Y no sólo nos lo recuerda, sino que además nos da una fuerza que supera nuestra propia capacidad, de modo que seamos capaces de permanecer en la Palabra del Señor.
Por tanto, si vivimos en constante contacto con el Espíritu de Dios, Él nos fortalecerá en las situaciones concretas en que corremos el peligro de olvidarnos de la palabra del Señor, frente a las tentaciones o distracciones que quieren imponerse en el primer plano de nuestra vida.
No podemos olvidar que las tentaciones no siempre se abalanzan directamente sobre nosotros. Frecuentemente les preparamos el terreno cuando descuidamos los deberes religiosos, cuando nos volvemos más mundanos, cuando prestamos demasiada atención a cosas poco importantes o secundarias, cuando dejamos de trabajar en nuestras imperfecciones y no evitamos lo suficiente los pecados veniales, etc. Todo esto debilita nuestra atención hacia Dios y nos hace más susceptibles de caer en la tentación.
Es, pues, el Espíritu Santo quien nos recuerda todo lo que el Señor dijo y, por tanto, también nos recuerda todos los buenos consejos que hemos recibido para mantener en pie la relación íntima con Dios. Él es nuestro auxilio, que nos habla en los más diversos modos; es el amigo de nuestras almas, que se preocupa de que vivamos plenamente en la gracia, de manera que Dios pueda poner su morada en nuestro interior.
¡No existe ningún amigo o consejero mejor que Él!