Mal 1,14b.2,1-2b.8-10
¡Yo soy un gran Rey, dice Yahvé Sebaot, y mi Nombre admirado entre las naciones! Recibid ahora esta advertencia, sacerdotes: Si no hacéis caso ni tomáis a pecho dar gloria a mi Nombre, dice Yahvé Sebaot, lanzaré contra vosotros la maldición y maldeciré vuestra bendición. Pero vosotros os habéis extraviado del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la Ley, habéis corrompido la alianza de Leví, dice Yahvé Sebaot. Por eso también yo os he hecho despreciables y os he envilecido ante todo el pueblo, de la misma manera que vosotros no guardáis mis caminos y hacéis acepción de personas en la Ley. ¿No tenemos todos un mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios? ¿Por qué entonces nos traicionamos unos a otros, profanando la alianza de nuestros padres?
Las lecturas del Antiguo Testamento nos muestran el drama de la historia del Pueblo de Israel y de toda la humanidad. En realidad, la historia se repite: es siempre la fidelidad de Dios frente a la infidelidad del hombre. La bendición del Señor sobre su pueblo puede revertirse en una maldición; aquello que en la gracia de Dios era maravilloso y sencillo, puede resultar como un duro destino cuando se pierde la gracia.
De algún modo, se podría decir que, para aquellos que habían gustado de la bondad del Señor, pero luego abandonaron sus caminos, la vida resulta aún más difícil que si nunca lo hubieran conocido. Por supuesto que esto no quiere decir que no debamos evangelizar, para ahorrarles a las personas el peso del yugo del Señor. ¡Cuán errada sería esta conclusión! Conocer al Señor es vivir, el perdón de los pecados es su gran regalo y la vida en su presencia es el paso de la muerte a la verdadera vida. Pero la vida en Dios exige vigilancia, para que no decaigamos en nuestros esfuerzos por servirle sinceramente.
¿Cuáles serán las razones por las que el profeta habla con tanta dureza en este texto?
En primer lugar, la lectura habla de que el nombre del Señor no fue glorificado, ciertamente porque el corazón del hombre no estaba enfocado en Dios. Otras cosas habrían ocupado el primer lugar, y el recuerdo de Dios se habrá desvanecido más y más. ¡El corazón se apartó de Él!
Este pasaje es también un llamado de atención para todos nosotros, que queremos servir al Señor. De hecho, Él nos pide que le amemos con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas. Esta es la única respuesta válida que debemos al amor de Dios. Hemos de examinarnos cuidadosamente, pues jamás podemos sentirnos seguros, como si estuviéramos exentos de tropezar o de apegarnos a las cosas o a las creaturas. La gran tentación de las personas activas es el descuido de la oración a causa de otras cosas que aparentemente tienen más importancia. Con el tiempo, podemos irnos acostumbrando a la ausencia de la oración, haciéndonos la falsa idea de que podemos reemplazarla por nuestro trabajo, mientras que el diálogo con Dios como tal pierde importancia. ¡Pero esto es un engaño, pues el alma tiene necesidad de la oración para sumergirse más profundamente en Dios! Si la descuidamos, nuestra alma se dejará llevar fácilmente por todo lo que hacemos y pensamos, y no le dará el primer lugar a Dios.
En cambio, si procuramos siempre hacer un alto, cuestionándonos si aquello que estamos haciendo es para la glorificación de Dios, podría ser más fácil que nuestro corazón se mantenga centrado en Él.
Otro aspecto que podría explicar por qué el profeta emplea un lenguaje tan duro es el hecho de que los sacerdotes a los que se dirige se habían apartado del camino de Dios, haciendo caer a muchos otros en el mismo error. ¡Y esta es una gran responsabilidad!
Lamentablemente es así: cuando una persona toma un rumbo equivocado, arrastrará también a otros por el mismo camino. Por eso es tan importante que nosotros, como católicos, sigamos la senda que nos ha sido trazada. La Iglesia nos concede una doctrina auténtica, inspirada por el Espíritu Santo, de la que podemos estar seguros. Vale recalcar que esta doctrina también debe ser observada por aquellos que han sido designados como pastores en la Iglesia. Pero si ellos tambalean –lo que lamentablemente puede suceder—entonces hay que aferrarse a la Iglesia y a su Tradición, resistiendo en los tiempos de crisis con la confianza puesta en Dios. Algo similar se puede decir del camino espiritual de seguimiento de Cristo. También aquí los católicos tenemos una rica tradición de la que podemos nutrirnos, que nos librará de emprender caminos escabrosos.
Una última razón que nos da la lectura para emplear aquellas fuertes palabras es el hecho de que los sacerdotes hacían acepción de personas en la Ley. Hacer “acepción de personas” significa que no se pone el enfoque en la verdad como tal para anunciarla, sino que se establece diferencias entre las personas. De esta forma, uno se vuelve parcial y fomenta injusticias. Esta actitud podemos denominarla también “respetos humanos”, cuando tememos, por ejemplo, decir la verdad, por miedo a sufrir repercusiones o porque tenemos preferencias hacia alguien.
Centrémonos en el Señor, para que su bendición, que nos acompaña, pueda aumentar cada vez más. Y si nos hemos debilitado, regresemos inmediatamente a sus brazos, para que nuestro corazón jamás se aparte de Él.