Perfectos como el Padre del cielo

Mt 5,38-48

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla, vete con él dos.

A quien te pida da, y no vuelvas la espalda al que desee que le prestes algo. “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los paganos? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre del cielo.”

Difícilmente encontraremos en otra parte un reto tan grande para al hombre como lo son los estándares del sermón de la montaña. Mientras que la ley del talión –“ojo por ojo y diente por diente”– ponía ya un límite a la venganza, lo que ahora pide Jesús parece inalcanzable para nosotros, los hombres. ¿Cómo debe interpretarse la primera parte del texto? ¿Se trata de preceptos que debemos seguir al pie de la letra o comprenderlos más bien en su espíritu?

Siempre existe el peligro de que, cuando nos encontremos con algo que nos parezca imposible, lo relativicemos tratando de acomodarlo hasta que nos parezca aceptable. Por eso la pregunta decisiva es: ¿qué fue lo que Jesús quiso decir?

El pasaje culmina con estas palabras del Señor: “Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre del cielo.” Entonces, nos encontramos aquí con la perfección de Dios. Al ver esta perfección, que se nos manifiesta en la Persona de Jesús, podremos comprender en qué consiste la aplicación de estas palabras suyas. Jesús ha venido a llamar a los pecadores, es decir, a aquellos que se habían vuelto enemigos suyos. Él hace el bien a los que no pueden pagarle. Él cura la oreja del criado que había venido a apresarlo en Getsemaní, después de que Pedro lo había herido con su espada (cf. Lc 22,50-51). Él perdona a sus verdugos en la cruz (cf. Lc 23,34).

En la perfección de Jesús nos encontramos con otro nivel de amor, que nosotros no podríamos alcanzar por nosotros mismos. Es el amor divino, que se compadece de los hombres, que es capaz de convertir a sus enemigos, de transformar al perseguidor en un evangelizador, de perdonar todos los crímenes de la humanidad, si tan solo el hombre se deja perdonar…

También nosotros podemos recibir este amor divino, pues ha sido derramado en nuestros corazones a través del Espíritu Santo que se nos ha dado (cf. Rom 5,5), para hacernos capaces de obrar con una perfección cada vez mayor.

Si miramos el evangelio de hoy desde esta perspectiva, nos resulta ya más comprensible. Quizá no cada palabra tenga que interpretarse al pie de la letra. Por ejemplo, cuando dice que al que te obligue a andar una milla con él, acompáñalo dos millas. También otras partes de la Biblia debemos interpretarlas en su espíritu, como aquel pasaje en que Jesús dice que es mejor arrancarnos un ojo antes que éste nos haga pecar (cf. Mt 5, 29). Está claro que se trata de que estemos dispuestos a hacernos violencia interiormente para que nuestra mirada no se deslice y nos lleve a la tentación.

En el sermón de la montaña se nos presentan dos alternativas: o bien queremos actuar al modo de Dios y buscar su Voluntad en las distintas situaciones que tengamos que afrontar; o, por el contrario, nos dejamos llevar simplemente por nuestras reacciones naturales. Cada situación nos pide una respuesta de amor. A través de la oración y la creciente inhabitación del Espíritu Santo en nosotros, podremos responder cada vez mejor.

Cuando el Señor nos pide amar a los enemigos, ciertamente quiere decir que no cerremos nuestro corazón ante ellos, pues también nosotros fuimos enemigos de Dios por el pecado y Él no nos cerró su Corazón (cf. Rom 5,10). Antes bien, fue su Corazón siempre abierto el que nos dio y sigue dándonos la posibilidad de volver a Él. Recordemos la parábola del hijo pródigo, que nos muestra la actitud de Dios ante aquel hijo perdido, que representa a todos los hombres que despilfarran su herencia divina (cf. Lc 15,11-32).

Así, el Señor nos exhorta también a rezar por los enemigos y a dejarles siempre una puerta abierta para la reconciliación.

La clave para comprender todas estas palabras de Jesús es el inmenso amor con que Dios sale a nuestro encuentro. Ahora, Él nos llama a que también nosotros crezcamos en este amor sobrenatural. Si éste reina en nuestra vida, comprenderemos cada vez mejor las palabras de Jesús, y el Espíritu Santo nos hará capaces de cumplirlas, de acuerdo a lo que sea la Voluntad de Dios en cada situación concreta.

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