Hb 11,1-7
La fe es garantía de lo que se espera y prueba de lo que no se ve. Por ella fueron alabados nuestros mayores. Por la fe sabemos que el universo, tanto lo visible como lo invisible, fue formado por la palabra de Dios.
Por la fe, ofreció Abel a Dios un sacrificio mejor que el de Caín. Por ella fue declarado justo y aprobó sus ofrendas. Y por ella, aunque muerto, sigue hablando. Por la fe, Henoc fue arrebatado en vida y no experimentó la muerte; y nadie pudo hallarlo, porque lo arrebató Dios. Pero aún antes de su traslado, recibió el testimonio de haber agradado a Dios. Ahora bien, sin fe es imposible agradarle, pues el que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan. Por la fe, Noé, advertido de lo que aún no se veía, construyó con religioso temor un arca para salvar a su familia; por la fe, condenó al mundo y llegó a ser heredero de la justicia según la fe.
La fe es una virtud teologal. Esto significa que es Dios mismo quien la infunde. Es un don que nos hace partícipes del conocimiento de Dios, lo que quiere decir que ya en nuestra vida terrena somos capaces de reconocerlo, aunque sea como a través de un espejo, de forma borrosa y de modo parcial, como dice San Pablo (1Cor 13,12).
Esto no nos sería posible con la sola razón, pues ésta está limitada al conocimiento natural. Ciertamente la razón puede reconocer a través de las obras de la creación que Dios existe (Rom 1,20) e incluso puede acertar con algunas de sus propiedades; pero no es capaz de conocer a Dios en sí mismo.
Pongamos un ejemplo: el hecho de que Dios es trino lo sabemos gracias a la luz de la fe. El entendimiento no podría descubrir esta verdad por sí mismo; sólo puede tratar de comprender aquello que la fe le dice. Lo mismo podríamos decir acerca de todos los dogmas y siempre llegaremos a la misma conclusión: la fe es la que nos permite conocer algo de Dios.
Así, pues, la fe es una luz brillante que nos es concedida pero que hemos de abrazar también con nuestra voluntad. Al mismo tiempo, la fe es también una luz oscura, en cuanto que todavía no podemos contemplar sin velo las verdades que ella nos revela. Pero esto es lo que nos espera en la eternidad, cuando hayamos pasado del creer al ver.
Partiendo de estas consideraciones, se nos esclarece la lectura de hoy: “La fe es garantía de lo que se espera y prueba de lo que no se ve”.
Como cristianos, esperamos la vida eterna que Jesús nos promete si completamos nuestra vida en la gracia de Dios. Vivimos desde ya en la expectativa de esta otra vida; pero, de algún modo, la vida eterna ya empieza aquí y ahora, cuando vivimos de acuerdo a nuestra fe. Por medio de la fe, la verdad de Dios puede penetrar cada vez más profundamente en nosotros y aprendemos a mirar las cosas, las circunstancias, a las otras personas y nuestra propia vida a la luz de esta fe. La convicción de aquello que esperamos se hace cada vez más firme, porque a la luz de la fe todo se nos revela más a profundidad.
Pero, como hemos dicho, está también lo oscuro de la fe, pues aún no podemos ver las cosas en su plenitud ni podemos comprobarlas a través de nuestros sentidos, como sucede en la experimentación científica. El hombre quisiera saber, quisiera fiarse de sus conocimientos y experiencias. También las personas creyentes pueden tener crisis de fe, particularmente cuando experimentan situaciones dolorosas, que resultan difíciles de entender con la razón y con el corazón.
En este caso, lo esencial es que uno quiera creer, por ejemplo, en la bondad de Dios y en su sabia Providencia. Así, cuando surjan pensamientos o sentimientos que pongan en duda estas verdades, nos aferramos a creer en la bondad de Dios, con un acto de la voluntad y con la oración, aun si interiormente no podemos sentirlo en ese momento. Esto es, por así decir, un “acto de fe desnuda”, una especie de “salto mortal” hacia la fe, mientras nuestras emociones pretenden decirnos lo contrario.
La lectura de hoy nos presenta algunos testigos de la fe. Hoy quisiera centrarme en Noé. Él le creyó a Dios y construyó el arca con “religioso temor”, como dice el Apóstol. Con este término, se hace mención de un elemento importante para nuestra vida espiritual: se trata de la obediencia de la fe. Es decir que a aquello que he aceptado por la fe también le debo obediencia. Este concepto se hace más concreto cuando uno es obediente, por ejemplo, a la auténtica doctrina de la Iglesia y a su enseñanza moral. Pues ella (la Iglesia) ha recibido el encargo de velar sobre la fe y de extraer de ella el modo de actuar concreto para los fieles en las diversas situaciones de la vida.
Dios, que nos ha regalado el maravilloso don de la fe, quiere que lo vivamos, que lo acrecentemos y que lo aprovechemos de forma concreta. Llama la atención el hecho de que frecuentemente Jesús, tras curar milagrosamente a una persona, le dijera: “Tu fe te ha salvado” (Mc 5,34). La fe puesta en práctica es como la condición por nuestra parte para que Dios pueda obrar. Él quiere que creamos, y nos va quedando claro por qué.
La fe glorifica a Dios y ennoblece al hombre. Dios es glorificado porque el hombre, cuando cree, pone su confianza en Él y en su Revelación, a pesar de que no lo vea. El hombre le da a Dios un “voto de confianza”, por expresarlo en términos humanos. ¡Le cree a Dios más que a sí mismo! Evidentemente esto glorifica a Dios, pues le permite actuar y manifestar cada vez más su amor. El creyente se vuelve testigo de su obra y de su amor y, a su vez, proclama la gloria de Dios. María, la Madre de Dios, le creyó al ángel y, al saludar a Isabel, exclamó: “Proclama mi alma la grandeza del Señor” (Lc 1,46).
El hombre es ennoblecido por la fe, porque ya en su vida terrena participa conscientemente en el reinado de Dios. Gracias a la fe, vive ya aquí en la Tierra su vocación de hijo de Dios y descubre cada vez más aquello para lo cual Dios lo llamó a la vida.
Podemos y debemos pedirle al Señor que aumente nuestra fe (cf.Lc 17,5-10). Nunca será lo suficientemente grande; pero cuanto más grande sea, tanta más gloria dará a Dios, cuyo nombre ha de ser conocido en todo el mundo.