Obediencia a los preceptos del Señor (Parte I)

Mt 19,3-12

Se le acercaron a Jesús unos fariseos que, para ponerle a prueba, le preguntaron: “¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?” Él respondió: “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y mujer, y que dijo: ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne’? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre.” Le preguntaron: “¿Por qué entonces prescribió Moisés dar acta de divorcio y repudiarla?” Les respondió: “Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro corazón. Pero al principio no fue así. 

Pues bien, os digo que quien repudie a su mujer –a no ser por fornicación- y se case con otra comete adulterio.” Le dijeron sus discípulos: “Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse.” Pero él respondió: “No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que fueron hechos tales por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda.”

El tema abordado en el evangelio de hoy es un asunto un tanto sensible y actual, por lo que merece la pena dedicarle un poco más de tiempo. Es por eso que, tanto en la meditación de hoy como en la de mañana, abordaremos este tema importante, aunque en este marco no podamos abarcarlo en toda su complejidad. Mañana retomaremos el tema sin volver a leer el evangelio.

Teniendo en vista la situación actual de la Iglesia, el evangelio de hoy trata una cuestión de gran importancia, sobre la cual se está debatiendo intensamente, en cuanto a su aplicación pastoral; con lo que, lamentablemente, se ha causado confusión entre los fieles.

La pregunta es la siguiente: ¿Cómo debe la Iglesia lidiar con aquellos que han contraído un matrimonio sacramental, que sigue vigente, pero luego se separaron de su cónyuge y viven en una nueva unión? O, para llegar al punto de toda la controversia actual: ¿Puede, bajo ciertas circunstancias, existir la posibilidad de que accedan a la comunión los así llamados “divorciados vueltos a casar”; es decir, aquellos que viven en una segunda unión, mientras que no se ha demostrado oficialmente la invalidez de su vínculo matrimonial?

Las meditaciones diarias no son el marco apropiado para responder detalladamente a estas cuestiones. Para eso están los teólogos morales y los canonistas. Sin embargo, hay que considerar algunos lineamientos básicos que nos señalan el camino a seguir en esta cuestión.

En primer lugar, está la palabra del Señor mismo. En el evangelio que hoy hemos leído, queda claro que, con la venida de Jesús al mundo, debía restablecerse el plan originario de Dios con respecto a la relación entre el varón y la mujer. Si bien Dios, por medio de Moisés, había permitido provisoriamente el divorcio –a causa de la dureza del corazón del hombre–, no era ésta su voluntad originaria.

¡La argumentación del Señor es clarísima! En su plan de Creación, Dios dispuso que el hombre fuera para la mujer, y la mujer para el hombre, y que, en su unificación, lleguen a ser “una sola carne”. Pero, una vez que el hombre y la mujer han llegado a ser uno, no pueden simultáneamente incurrir en una segunda unión ni llegar a ser “una sola carne” con otra persona; mientras siga siendo válido el vínculo matrimonial que han contraído. ¡Es imposible ser “una sola carne” con dos personas a la vez! Ciertamente se puede llegar a ser “un solo espíritu” con muchas personas; pero no “una sola carne”.

Esto apunta a la singularidad del matrimonio, en cuanto que representa una unificación corporal y espiritual única, de la que puede surgir una nueva vida. Con este trasfondo, resulta evidente por qué una relación homosexual jamás podrá ser un matrimonio, sino que de alguna manera lo caricaturiza, pues no se puede llegar a ser “una sola carne” con una persona del mismo sexo, ni tampoco se puede engendrar nueva vida, ni hacen parte del querer de Dios tales relaciones. Por tanto, representan una distorsión del plan divino.

Este gran bien del matrimonio, que para nosotros los católicos es indisoluble, ha de ser protegido, puesto que es el núcleo natural de la familia humana. Su sola existencia es un testimonio del amor de Dios, que ha de reflejarse visiblemente, tanto en el amor mutuo de los esposos, como en el amor de los padres a los hijos. También genera una nueva comunidad de vida…

Sin embargo, todos nosotros sabemos que, especialmente en el tiempo actual, el matrimonio y la familia están expuestos a todo tipo de ataques, y que, a pesar de la gracia sacramental que reciben los esposos, puede haber grandes dificultades en la convivencia, que, a partir de cierto punto, pueden volverse subjetivamente insoportables para algunas personas. Así, esta comunidad de vida que debería ser testimonio del amor, puede incluso convertirse en lo contrario. Aquí no me estoy refiriendo al pecado del adulterio, que es una profundísima ofensa al vínculo matrimonial; sino a otras serias problemáticas y desacuerdos, que podrían justificar la así llamada “separación de lecho y mesa”.

Para nuestro tema, es fundamental tener en cuenta que en estos casos el vínculo matrimonial sigue existiendo, aun si los cónyuges viven separados. Por tanto, ninguno de ellos tiene el derecho a entrar en una nueva relación que incluya el acto sexual. De acuerdo con las palabras de Jesús y el Magisterio auténtico de la Iglesia, una relación tal sería adulterio. ¡El vínculo matrimonial no se disuelve sino con la muerte de uno de los cónyuges!

Desde hace algún tiempo, existe en el derecho eclesiástico el proceso de la “nulidad matrimonial”. Esto no es un divorcio; sino que se trata de constatar que, en el momento de haber contraído aquel matrimonio, no se cumplieron ciertas condiciones que son indispensables para su validez. En estos casos, cuando claramente se reconocen estas carencias, la Iglesia puede declarar nulo el matrimonio; lo que significa que nunca existió un vínculo matrimonial válido.

Si entonces, como nos dice el Señor y la Iglesia, permaneciendo fiel a las palabras de Jesús, el vínculo matrimonial sólo queda disuelto por la muerte o sólo puede ser declarado nulo por el tribunal eclesiástico, para un católico no es posible, desde el punto de vista objetivo, contraer un nuevo matrimonio válido mientras siga en vigencia el vínculo matrimonial previo.

Ahora bien, ¿qué posibilidades podría ofrecerse a aquellos que se encuentran objetivamente en un estado de separación de Dios, pero ansían vivir en unión con Él y con su Iglesia?

En la meditación de mañana trataremos de abordar esta cuestión…

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