Los milagros de Dios

Mc 8,1-10

Por aquellos días, en vista de la gran cantidad de gente que volvió a reunirse, y no teniendo qué comer, llamó Jesús a sus discípulos y les dijo: “Siento compasión de esta gente, porque hace ya tres días que están aquí conmigo y no tienen qué comer.

Si los despido en ayunas a sus casas, desfallecerán en el camino, y algunos de ellos han venido de lejos.” Sus discípulos le respondieron: “¿Cómo podrá alguien saciar de pan a éstos aquí, en un lugar inhóspito?” Jesús les preguntó: “¿Cuántos panes tenéis?” Ellos le respondieron: “Siete.” Entonces mandó a la gente recostarse en el suelo. Tomó Jesús los siete panes y, dando gracias, los partió y se los fue dando a sus discípulos para que los sirvieran. Ellos los sirvieron a la gente. Tenían también unos pocos pececillos. Y, pronunciando la bendición sobre ellos, mandó que también los sirvieran. Comieron y se saciaron. Y recogieron de los trozos sobrantes siete canastas. Eran unos cuatro mil. Tras despedirlos, subió Jesús a la barca con sus discípulos y se fue a la región de Dalmanuta.

La preocupación del Señor por el hombre es completa y abarca todas sus necesidades. Después de haberles instruido durante tres días y de haber realizado ciertamente muchas curaciones, hizo un milagro para saciar su hambre. Los milagros tienen la finalidad de manifestar la gloria de Dios, aparte de la ayuda concreta que prestan en cada situación. Los milagros pueden facilitar la conversión de los hombres, como ha sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia, y sigue sucediendo en nuestro tiempo.

Hoy celebramos la memoria de Nuestra Señora de Lourdes, una aparición que también fue un milagro de Dios. Hasta el día de hoy siguen dándose curaciones milagrosas en el sitio de la aparición. Como en nuestro tiempo se le da un gran valor a la ciencia, todos los casos de curaciones extraordinarias que se dan en Lourdes se someten a una minuciosa investigación. Una vez que se ha comprobado que no existe una explicación biológica para el fenómeno, se habla de que es un milagro.

No obstante, no hay garantía de que un milagro –por más evidente y “comprobado” que sea– conduzca automáticamente a las personas a creer en Dios. Ciertamente en Francia apenas hay personas que no hayan escuchado hablar de Lourdes y sobre los milagros “científicamente comprobados” que allí ocurren. Sin embargo, precisamente en Francia existe mucha incredulidad y hostilidad hacia la Iglesia. Podríamos pensar que sería tan sencillo para cualquier francés viajar a Lourdes o leer serios informes sobre estos acontecimientos, para luego hallar la fe al ver tales milagros. Pero lamentablemente no sucede así. Entonces surge la gran pregunta: ¿Por qué no creen?

Los milagros que se evidencian físicamente pueden suscitar gran asombro y conmoción, pero no necesariamente penetran en el corazón. Algo similar sucede con la Palabra de Dios: a pesar de que objetivamente es la verdad, no toda persona se deja tocar por ella y cambia de vida. Si fuera tan sencillo, el mundo no estaría como está.

Todo depende, pues, de la disposición de la persona, de si se deja tocar por Dios y por todo aquello que ve, de tal manera que cambie su vida y le abra su corazón al Señor. Milagros como el que nos presenta el evangelio de hoy o como los que suceden en Lourdes dan testimonio de la bondad y de la ternura de Dios, que nos invita una y otra vez a la conversión y a una confianza más profunda en Él.

Pero existen también signos y milagros que Dios realiza para urgir a los hombres a apartarse de los malos caminos y volverse a Él. En el capítulo 16 del Apocalipsis se describen plagas que caen sobre la humanidad, mostrándoles a los hombres la necesidad de la conversión bajo circunstancias dramáticas y tormentosas:

“El cuarto ángel, a quien le fue encomendado abrasar a los hombres con fuego, derramó su copa sobre el sol; y los hombres fueron quemados por un calor abrasador. No obstante, blasfemaron del nombre de Dios, que tiene potestad sobre tales plagas, y no se arrepintieron dándole gloria” (Ap 16,8-9).

Siempre volvemos al tema del corazón del hombre, pues de él depende si se abre o se cierra al actuar de Dios; de él depende que nos alegremos en las maravillas de Dios y que hagamos caso de sus advertencias, o que, por el contrario, sigamos nuestro rumbo con indiferencia. Por eso es tan importante que recorramos nuestro camino con gran vigilancia y que abramos cada vez más nuestro corazón a Dios.

Al llegar al final de esta meditación, quisiera contaros sobre un milagro que vivimos en la comunidad Agnus Dei. Un día como hoy, 11 de febrero de 1985, día en que conmemoramos a Nuestra Señora de Lourdes, empezamos con la Adoración Perpetua en nuestro monasterio en Alemania, siendo sólo una pequeña comunidad. Esto significa que en cada momento, de día y de noche, uno de nosotros está rezando frente al Santísimo. A pesar de que algunos miembros de la comunidad han fallecido y de que somos ahora muy pocos, todavía se mantiene esta constante oración. Este milagro, aunque distinto de los que ocurren en Lourdes o de los que nos relata la Sagrada Escritura, inspira en nosotros una profunda gratitud para con Dios.

¡Sólo Dios sabe lo que significa la Adoración Perpetua para su Reino! Por eso, mi gratitud va en primer lugar a Dios, quien nos da la gracia de llevarla a cabo; así como a todos los que, con gran fidelidad, sirven a esta misión.

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