Hch 3,1-10
En cierta ocasión, Pedro y Juan subieron al Templo para la oración de la hora de nona. Había allí un hombre tullido desde su nacimiento, al que llevaban y ponían todos los días junto a la puerta del Templo llamada Hermosa, para que pidiera limosna a los que entraban.
El tullido, al ver a Pedro y a Juan que iban a entrar en el Templo, les pidió una limosna. Pedro, fijando en él la mirada juntamente con Juan, le dijo: “Míranos”. Él se quedó mirándolos fijamente, esperando recibir algo de ellos. Pedro le dijo: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: En nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda.” Y tomándole de la mano derecha, lo levantó. Al instante sus pies y tobillos recobraron fuerza, y de un salto se enderezó y se puso a andar. Entró con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios. Toda la gente que vio cómo andaba empezó a alabar a Dios; y, al darse cuenta que era el mismo que pedía limosna sentado junto a la puerta Hermosa del Templo, se quedaron estupefactos y asombrados por lo que había sucedido.
“No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy.”
Este relato sobre la milagrosa curación del hombre tullido, contiene también un mensaje para nosotros, señalándonos cómo podemos tratar con los pobres, que una y otra vez nos son encomendados de forma especial. No siempre hace falta dinero, y tampoco todos estarán en condiciones de pronunciar con autoridad: “levántate y anda”, como el Apóstol Pedro. Pero lo que siempre podemos dar es nuestra sonrisa, nuestra atención y un corazón abierto, nuestra oración…
En este contexto, recuerdo una anécdota que viví en India. A la entrada de la iglesia del Apóstol Tomás había muchísimos mendigos. Aparte de que, como religioso, no poseo dinero privado, hubiera sido imposible dar algo a cada mendigo, sin causar alboroto entre ellos. Entonces, ¿qué podía hacer? Me di cuenta de que en mi interior tenía la tendencia de querer simplemente entrar desapercibido a la Iglesia, sin que nadie me vea. ¡Pero ésa no podía ser la solución!
El Apóstol Pedro nos da una pauta fundamental, cuando le dice al tullido: “Míranos.” Con esta palabra, muestra claramente que no se debe evadir las situaciones; sino cuestionarnos qué es lo que tenemos para dar… “Lo que tengo, te lo doy”. Quizá sea simplemente una palabra amistosa y de aliento… Tal vez podemos preguntarle al Espíritu Santo, al espíritu de consejo, y seguir su sugerencia. Con el ‘míranos’ entramos en contacto y no pasamos simplemente de largo, con ojos cerrados.
Por supuesto que Pedro debía dar testimonio visible de la actuación divina a través del milagro, para acreditar su misión. Y, efectivamente, después de esta curación milagrosa aconteció lo que debería suceder después de cada milagro: Las personas que lo habían presenciado alabaron a Dios y “se quedaron estupefactos y asombrados por lo que había sucedido”.
La obra del Señor continúa; los apóstoles pueden realizar milagros en su Nombre, y, de hecho, tienen la tarea de hacerlo y de testificar en Nombre de quién lo han obrado.
Este último punto es esencial, pues las personas tienden a reconocer únicamente lo que sus ojos ven. Fácilmente puede suceder entonces que el apóstol o aquellos discípulos que realizan milagros en Nombre del Señor, terminen convirtiéndose en el centro de atención y las personas se fijen solamente en ellos. Recordemos lo que le pasó a San Pablo en Malta, cuando fue mordido por una víbora y, como no le afectó el veneno, los nativos de la isla comenzaron a decir que Pablo era un dios (cf. Hch 28,3-6).
El Nombre de Dios es el que merece alabanza; las personas han de enterarse de que el Señor se preocupa por ellas y de que su mayor deseo es que se dejen amar por Él y correspondan a su amor. Así, se cumple el sentido de nuestra existencia: vivir en unión de voluntad con Dios. A partir de ahí, surge todo lo demás.
Quedémonos con estas palabras para estos maravillosos días de la Octava de Pascua: “Lo que tengo, te lo doy.” Y esto no cuenta únicamente para los pobres en sentido material; sino para todas las personas con las que nos encontramos, porque todos, de una u otra forma, están necesitados.
¿Qué podemos darles? ¿Con qué podemos servirles? ¿Qué es lo que el Señor nos ha confiado? Cada uno tiene algo que dar, aunque sea un solo talento. Y si tenemos la impresión de no tener “nada”, entonces entreguemos precisamente esa “nada”, y Dios la transformará en “algo”.
Hemos de glorificar a Dios y servir a los hombres, cada cual en el llamado que ha recibido. Esto es lo que hicieron los apóstoles.