Jn 10,1-10
En aquel tiempo, dijo Jesús: “En verdad, en verdad os digo que el que no entre por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala por otro lado, ése es un ladrón y un salteador; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el portero, y las ovejas atienden a su voz; luego las llama una por una y las saca fuera. Cuando ha sacado a todas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. En cambio, no seguirían a un extraño; huirían de él, pues las ovejas no reconocen la voz de los extraños”. Jesús les dijo esta parábola, pero ellos no comprendieron lo que les hablaba.
Entonces Jesús les dijo de nuevo: “En verdad, en verdad os digo que yo soy la puerta de las ovejas. Cuantos han venido delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta. Si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá, y encontrará pasto. El ladrón sólo viene a robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.”
No podemos entrar en el Reino de Dios sin pasar por aquella puerta que el Padre nos ofrece en su Hijo Jesucristo. Él es a la vez el que entra por la puerta –es decir, el pastor de las ovejas–, como también la puerta misma.
Una condición esencial para entrar al Reino de los cielos es recibir el perdón de los pecados; es decir, que sea retirado aquello que nos separa de Dios, gracias al gran don de la Redención.
No es éste el marco indicado para cuestionarnos qué sucederá con todos aquellos que no conocen a Jesús o que no escucharon hablar lo suficiente de Él, si están o no condenados. Se trata de un caso distinto, y podemos tener por cierto que Dios juzgará la vida de cada persona con misericordia y justicia. Además, podemos asumir que cada persona se encuentra con Cristo después de la muerte, pues Él descendió al Reino de los muertos, a los infiernos, como decimos en el Credo. ¿No podrían acaso encontrarse allí con Él aquellos que no le conocieron en vida, si Él es la puerta al Reino de los cielos?
Sin embargo, en la situación que nos presenta hoy el evangelio de San Juan, Jesús se dirige a personas que lo ven y lo escuchan, y que además conocían sus obras. A ellos quiere darles a entender que el encuentro con Él es la vida, la respuesta a todas sus búsquedas e inquietudes, el cumplimiento de su espera del Mesías.
Jesús habla de forma muy personal con las personas que le escuchaban, haciéndoles notar que se dirige a cada uno en particular. No es que el rebaño sea tan grande que resulte imposible conocer a cada oveja; no es una masa sin alma que sigue robóticamente a su líder. ¡Así no sucede en el Reino de los cielos! Dios se dirige a cada uno personalmente, lo mira y lo llama por su nombre.
Cuando había iniciado mi camino de conversión, me llegó esta palabra del Señor: “Te he llamado por tu nombre; eres mío.” (Is 43,1). Estas palabras me conmovieron profundamente y en aquel momento supe: “Dios me está hablando a mí, me conoce, me llama por mi nombre.”
Eso es lo que hoy dice el Señor: Él conoce a cada uno, y aquellos que escuchan su voz le siguen. Pero ¿cómo podremos distinguir la voz del Señor de tantas otras voces? Evidentemente el Señor prevé que vendrán unos que no son buenos pastores y tienen malas intenciones. Jesús incluso advierte contra estos tales.
Por un lado, hemos de familiarizarnos cada vez más con la voz del Señor a través de la lectura de la Sagrada Escritura. Cada palabra es importante, especialmente el Nuevo Testamento y de forma muy particular los evangelios. Sabemos que la Palabra de Dios no retorna a Él vacía; sino que ejecuta lo que Él le ordena (cf. Is 55,11), siempre y cuando tengamos nuestro corazón abierto y la acojamos en nuestro interior.
Para aprender a reconocer su voz en nuestro interior, también es importante que nos mantengamos en constante diálogo con el Señor y percibamos su guía. Es la intimidad del intercambio de amor a través de la amistad con Jesús, de la confianza… En pocas palabras, es vivir en una relación de “corazón a corazón” con el Señor.
Su voz también resuena a través del auténtico Magisterio de la Iglesia, que es un gran regalo para los fieles.
Además, puede percibirse la voz del Señor en el mundo, o a través de la necesidad de los pobres, que llega a nuestros oídos como un clamor…
También en los acontecimientos de la historia podemos reconocer la voz de Dios, aunque a menudo no con la misma claridad con que la oímos en los otros puntos mencionados.
Tengamos mucho cuidado y no nos dejemos confundir, para que no caigamos en manos de ladrones y salteadores. Estos tales no buscan lo que Dios quiere, sino que persiguen sus propios intereses.