La oración del corazón (Parte III)

Quien se haya adentrado en la oración del corazón por un buen tiempo y la practique con regularidad, podrá experimentar la dicha de que esta oración realmente se hace presente en el corazón. Se nos vuelve fácil retirarnos a esa “celda interior” que se ha formado gracias a la oración, precisamente en aquellos momentos en que el ruido estorba y estamos más expuesto al peligro de la dispersión.

Pero aun si nuestro entorno no es tan ruidoso, nos retiraremos gustosamente a esta “celda interior”, para allí estar a solas con el Señor. Con el paso del tiempo, se nos convierte en algo natural. Por supuesto que, para llegar ahí, habrá que seguir los impulsos de la gracia y cultivar la oración interior. Así, llega a ser un buen hábito espiritual el de retirarnos gustosamente a la oración, hallando, a través de ella, nuestro hogar en el Señor.

Algunos maestros espirituales hablan de la “oración automática”, en cuanto que el Espíritu de Dios mismo ora en nosotros, de manera que uno puede sorprenderse a sí mismo orando interiormente, sin haberlo empezado de forma consciente y por propia iniciativa. Puede suceder que, por ejemplo, nos despertemos en la mañana y estemos ya orando, lo cual es, por supuesto, muy reconfortante.

Al inicio habíamos dicho que la oración del corazón es una especie de “antesala” de la contemplación. De hecho es así, siempre y cuando vaya de la mano con un camino espiritual recorrido con seriedad.

La contemplación es un regalo que Dios concede –según su querer– cuando el alma haya dado los correspondientes pasos hacia la transformación interior. Si bien la contemplación es siempre un don gratuito, sí que podemos prepararle el terreno con nuestra cooperación. En ella, es Dios mismo quien actúa directamente en nuestra alma, atrayéndola a sí mismo y moldeándola, sin que nosotros participemos activamente en ello, como sucede en las otras formas de oración. Pero para invitar a Dios a obrar de esta manera en nosotros a través de la contemplación, generalmente se requiere de un largo camino interior. Al fin y al cabo, será siempre decisión suya cuándo nos concede la oración contemplativa.

Pero la oración del corazón es muy apropiada para prepararle el terreno. Como nos enseñan los maestros de esta oración, ella ayuda a purificar el corazón, a ordenar los pensamientos y a centrarnos en Dios y en nuestro propio corazón a través de la invocación del Nombre del Señor. Entonces, se trata de adentrarnos más profundamente en el interior del alma; allí donde Dios mismo pone su morada, según Él mismo lo ha prometido (Jn 14,23); allí donde podemos encontrarnos cada vez más íntimamente con Él. La extraordinaria simplicidad de la oración del corazón, que nos ayuda a refrenar y calmar los sentidos externos, permite que el Espíritu Santo penetre en nosotros a tal profundidad que su presencia se nos vuelve perceptible. Los padres de la oración hablan de una especie de calor interior que surge en el corazón al practicar intensa y regularmente la oración del corazón.

Si nos retiramos frecuentemente a nuestra “celda interior”, ya no nos dejaremos absorber tanto por la dinámica del mundo exterior en nuestra vida cotidiana, porque, en medio de nuestras obligaciones, sabremos cultivar la oración interior. Cuando esto sucede, vamos adquiriendo una actitud contemplativa, que nos permite cumplir con nuestras tareas en el mundo a partir de la oración e impregnarlas con ella. Quizá podemos aplicar aquí una comparación que el Señor nos pone en el Evangelio, cuando dice que sus discípulos son la luz del mundo (cf. Mt 5,14) y cuando habla de la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt 13,33).

Si lo referimos a la oración del corazón, podemos decir que ésta es la levadura que todo lo fermenta.

Tengamos presente que esta oración está constituida de tal forma que puede ser rezada prácticamente en todo momento. Así, el Espíritu Santo orará cada vez más en nosotros, y, a través de la oración, irá asumiendo la guía de nuestra vida interior, lo cual repercutirá también en nuestros quehaceres cotidianos. Entonces el Espíritu Santo nos atraerá con creciente facilidad para que cultivemos la oración y nos retiremos a la serenidad de un corazón cada vez más penetrado por Dios y moldeado a su imagen y semejanza. Aquí habremos llegado a la antesala de la contemplación, donde podremos esperar pacientemente, a ver si Dios quiere adentrarnos más aún en los misterios de su amor y en el “degustamiento” interior de su presencia.

También en la oración del corazón tendremos que atravesar etapas de sequedad y de dispersión. Incluso puede haber fases en las que se nos vuelve tediosa la misma oración que antes tanto amábamos, de modo que nos vemos tentados a descuidarla… Aquí es cuando hay que poner en práctica la perseverancia y la fidelidad, al igual que en toda la vida de oración y en el seguimiento de Cristo en general. Dios nos conducirá a través de los desiertos interiores, que han de servir para consolidar nuestra fe.

Ciertamente serán pocos los que, viviendo en el mundo y teniendo las respectivas obligaciones que cumplir, puedan adentrarse en una oración tan intensa como la que cultivan los monjes. Pero, aun no pudiéndola practicar con la misma intensidad, la oración del corazón producirá excelentes frutos, enriquecerá nuestra vida de oración y profundizará la relación con Dios.

Un último consejo para finalizar: Si nos decidimos a incluir en nuestra vida la práctica de la oración del corazón, de ninguna manera hemos de descuidar el rezo del Santo Rosario. Este tesoro que nos ha sido encomendado en la Iglesia Católica tiene un valor especial por la cercanía de la Virgen María. Por eso, nuestra recomendación de practicar la oración del corazón no es “o lo uno o lo otro”; sino que es la añadidura de una valiosa oración tomada del rico tesoro de la Iglesia Universal.

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