“Señor mío y Dios mío, concédeme todo lo que me acerca a Ti” –exclama San Nicolás de Flüe en la segunda parte de su famosa oración.
En la teología mística se llamaría a esta parte del camino espiritual la “vía iluminativa”. Esto quiere decir que, después de los intensos procesos de purificación –tanto la activa (de la que ya hemos hablado un poco) como también la pasiva– podemos conocer mejor a Dios. En la vía iluminativa, la Sagrada Escritura empieza a hablarnos con más claridad, nuestra forma de orar cambia, obtenemos más luz para nuestro camino de seguimiento del Señor… En pocas palabras, el camino se torna más fácil.
Quizá leemos a veces con cierto susto las diversas cosas que experimentaron los santos, y nos sentimos amedrentados e incapaces de alcanzar la santidad. Incluso puede suceder que nos desanimemos y ya no queramos continuar en el camino, porque tememos que nos sobrevendrán situaciones parecidas a las que vivieron los grandes santos, que nos parecen imposibles de soportar. Tal vez sucede que en ocasiones leemos cierto libro en un momento equivocado, en el que no conviene aún escuchar sobre los sufrimientos más fuertes de los santos y los tormentos que soportaron los mártires, descritos con lujo de detalles.
En realidad, no sabemos lo que sucedía, por ejemplo, en el interior de los mártires: cuánto los sostenía la gracia de Dios y cómo el Espíritu Santo les concedía el espíritu de fortaleza en abundancia. Por tanto, no nos dejemos intimidar. El Señor sólo no permite que carguemos una cruz sin darnos al mismo tiempo la gracia de sobrellevarla.
¿Por qué será que, a medida que se avanza, el camino de seguimiento se torna más fácil, siendo así que desde fuera parecería cada vez más difícil?
La respuesta es ésta: Porque, a medida que avanzamos, crecemos en el amor, que hace que todo sea más fácil. Y, de hecho, la meta del camino espiritual es la plena unificación de amor con Dios.
Todos los procesos de purificación sirven para hacer a un lado aquello que nos aparta de Dios; en otras palabras, lo que disminuye o incluso bloquea nuestra respuesta de amor al amor de Dios. Se trata del apego al mundo, de un amor propio desordenado, de nuestras diversas ataduras, etc… Por eso, podemos estar agradecidos por cada purificación, tanto por aquellas en las que nosotros cooperamos activamente con la gracia de Dios, como también por aquellas otras en las que Él permite ciertas circunstancias para que seamos aún más receptivos a su amor y nos alejemos de toda clase de ídolos.
Al hablar de la lucha por las virtudes, de las obras de misericordia, de la fidelidad a la recta doctrina, del ayuno, de soportar las adversidades, ya hemos abordado varias cosas que nos acercan a Dios, pues todas ellas son esfuerzos por crecer en el amor, a los que el Espíritu Santo mismo nos mueve.
Aquí ocupa un lugar especial la oración, y quisiera subrayar, la oración regular. Sin oración no hay vida espiritual. Si la descuidamos, pronto sucumbiremos a las tentaciones. Si la dejamos por completo, la vida sobrenatural en nosotros se apagará.
Hoy quiero hacer énfasis en la importancia de la oración regular para nuestro camino. Esto significa que debemos establecer tiempos fijos para la oración –incluido el Santo Rosario– y también cumplirlos. Probablemente muchos de vosotros ya lo hacéis, pero quiero subrayar por qué es importante esta constancia en la oración.
Es bien sabido que los monjes, por ejemplo, tienen un ritmo fijo en su vida cotidiana y en su oración. Esto, junto con la puntualidad, hace parte de la formación ascética y espiritual de la persona.
El tiempo que uno haya fijado para la oración le pertenece al Señor. Es, por así decir, una cita que tenemos con Él, y Él quiere que la cumplamos. ¡Dios nos espera! Así, a través de la oración regular, nos formamos día a día para hacer realidad aquello que aspiramos: que el Señor ocupe el primer lugar en nuestra vida. Para que no se quede sólo en un piadoso deseo, hemos de ponerlo en práctica de forma concreta, estableciendo un orden espiritual para nuestra vida. Una vez fijado, debe cumplírselo –a menos que haya situaciones objetivas que lo impidan–, para así adquirir una “stabilitas” (estabilidad) en nuestra vida espiritual.
Además, nuestra alma se va habituando a la oración, aunque al principio haya que educarla por su dispersión y su tendencia a dejarse llevar por diversos estados de ánimos.
De este modo, la oración se convierte en algo objetivo que marcará cada vez más nuestra jornada, aun si nuestra situación de vida no nos permite comprometernos a muchos y extensos momentos de oración cada día. Pero lo que podamos y queramos hacer, debemos hacerlo con regularidad, si queremos crecer y fomentar la vida espiritual. Supongamos, por ejemplo, que una madre de familia tiene un hijo enfermo, y no puede prever los momentos en que tenga que estar presta a atenderle. En este caso, podría tal vez proponerse un tiempo de oración fijo al día, en un horario en que normalmente no sería interrumpida.
Continuaremos con el tema de la oración…
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Meditación sobre la lectura del día: http://es.elijamission.net/2019/03/23/
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