Aunque nos encontramos en la Octava de Pascua, durante la cual normalmente no se celebran las fiestas de los santos, quiero hoy centrarme en la figura de San Francisco de Paula. Si alguien prefiere escuchar una meditación correspondiente a la lectura y al evangelio del martes de la Octava de Pascua, puede encontrarla en los siguientes enlaces:
Meditación sobre la lectura del día: http://es.elijamission.net/autenticas-conversiones/#more-8339
Meditación sobre el evangelio del día: http://es.elijamission.net/jesus-se-aparece-a-maria-magdalena-3/#more-11135
Lc 12,32-34
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino. Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no envejecen, un tesoro que no se agota en el cielo, donde el ladrón no llega ni la polilla corroe. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón.”
Siguiendo el calendario del Novus Ordo, se celebra el 2 de abril a San Francisco de Paula y para su memoria la Iglesia ha escogido este evangelio que acabamos de escuchar. Este santo nació el 27 de marzo de 1416 en una familia pobre en Paula, una pequeña ciudad de Calabria en el reino de Nápoles. Se le dio el nombre de Francisco porque sus piadosos padres habían acudido a la intercesión de San Francisco de Asís para que les alcanzara la gracia de un hijo y, una vez nacido, le pidieron que lo curara de una ceguera que amenazaba al neonato. Los padres habían hecho la promesa de internar a su hijo durante un año en un convento franciscano, y cumplieron su promesa cuando éste tuvo trece años.
Ya a esta edad, el muchacho mostraba una fuerte piedad ascética. Habiendo culminado su tiempo en el convento franciscano, se hizo ermitaño con apenas 15 años de edad, con el consentimiento de sus padres. En la soledad, el muchacho empezó a llevar una vida austera como la de los antiguos padres del desierto. Dormía sobre una roca y se alimentaba sólo de hierbas y raíces que recogía o recibía de personas bondadosas. Había pasado cuatro años en total soledad y estricta austeridad, cuando se le unieron dos hombres piadosos, queriendo compartir su vida de penitencia.
Apenas se corrió la voz entre los habitantes de la región sobre la vida de entrega de estos ermitaños, cuando se apresuraron a construirles celdas y una pequeña capilla. Un sacerdote de la parroquia donde se encontraban comenzó a celebrar para ellos la Santa Misa, a confesarlos y a administrarles la Santa Comunión.
Puesto que se les unían cada vez más personas, San Francisco de Paula fundó la “Orden de los Mínimos”, también conocida como los Paulinos. Adoptó la regla de San Francisco de Asís. Además de los tres votos habituales, añadió un cuarto: abstenerse de toda carne y productos derivados de animales.
La Orden comenzó a difundirse. Numerosos milagros fueron atribuidos a San Francisco de Paula, y hasta su vejez él se ocupó de las diversas fundaciones que surgieron para la gloria de Dios.
Vemos, pues, que una y otra vez nuestro Señor suscita santos, llamados a anunciar un mensaje al mundo y a reflejar de forma especial la presencia de Dios. En ello se hace palpable la preocupación de nuestro Padre Celestial por los hombres, a quienes quiere conducir a su Reino. La luz que emanaba San Francisco de Paula llegó a muchas personas. Aunque él hubiera querido pasar su vida de ermitaño en silencio y a solas con el Señor, siguió la guía de Dios, quien quiso colocar esta luz sobre el celemín para que alumbrase a muchos (Mt 5,15) y los traiga de vuelta a la Casa del Padre.
En el evangelio de la memoria de este santo, el Señor habla de un “pequeño rebaño”. Se refiere a aquellos que le siguen de todo corazón y están dispuestos a entregarse completamente a Él y a responderle sin reservas. No todos están llamados a hacerlo a la manera de San Francisco de Paula; sin embargo, los santos son siempre una exhortación para cuestionarnos si también nosotros estamos dispuestos a “venderlo todo” para adquirir aquel tesoro que no disminuye y que está a salvo en el cielo. Sabemos que, a fin de cuentas, las buenas obras son lo único que llevaremos con nosotros.
En los tiempos actuales, marcados por una gran confusión y apostasía –incluso dentro de la Iglesia–, el “pequeño rebaño” ciertamente hace alusión a aquellos que permanecen fieles al Señor aun en medio de la oscuridad, sin dejarse confundir. Para ello, hace falta la valentía de la fe que caracterizó a los santos de nuestra Iglesia. No es fácil nadar contra corriente; no es fácil hoy en día llamar al pecado por su nombre, en un mundo en el que se desvanece más y más la conciencia del pecado y en el que incluso se pretende elevar a la categoría de “derecho humano” la matanza de los niños inocentes, como sucedió recientemente en Francia, la “hija primogénita de la Iglesia”. No es fácil perseverar cuando la adhesión firme a los mandamientos de Dios y a la santa Tradición de la Iglesia es catalogada de rigorismo. No es fácil tener que ver cómo el espíritu anticristiano se difunde en las naciones y envenena a los pueblos.
Precisamente en estos tiempos estamos llamados a hacer la “noble profesión” de nuestra fe (cf. 1Tim 6,12), sin rehuir. Fue el Señor Resucitado, a quien la muerte no pudo retener, quien envió a sus discípulos para conducir a los hombres de vuelta al Padre Celestial. Por más pequeño que sea el rebaño, a éste le ha sido dado el Reino, siempre y cuando permanezca fiel a Aquél que lo ama.
Necesitamos el fervor y la respuesta incondicional de aquellas personas que la Iglesia nos presenta como santos. Éstos no sólo son modelos a seguir, sino que son “aliados” que nos ayudan a ser luz en medio de un mundo en el que ya se manifiestan los “dolores de parto” apocalípticos. Ellos están del lado del “pequeño rebaño” para que éste sepa asumir responsabilidad espiritual e interceder por aquellos que se han extraviado.