Miércoles de la Octava de Pascua: «El ejemplo de Pedro”

Escucharemos la lectura que corresponde al calendario tradicional:

Hch 3,13-15.17-19

En aquel tiempo, Pedro dirigió la palabra a la gente: “El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado con este prodigio a su Hijo Jesús, a quien vosotros habéis entregado y negado en el tribunal de Pilatos, juzgando éste que debía ser puesto en libertad. Mas vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis que se os hiciese gracia de la vida de un homicida. 

Disteis la muerte al autor de la vida, pero Dios le ha resucitado de entre los muertos, y nosotros somos testigos de su resurrección. Ahora, hermanos, yo bien sé que hicisteis por ignorancia lo que hicisteis, como también vuestros jefes. Si bien Dios ha cumplido de esta suerte lo pronunciado por la boca de todos los profetas, en orden a la pasión de su Cristo. Haced, pues, penitencia, y convertíos, a fin de que se borren vuestros pecados.”

Con gran audacia, Pedro dice la verdad al pueblo que fue en parte culpable de la muerte de nuestro Señor. Evidentemente el espíritu de fortaleza actuaba en Pedro, haciéndolo capaz de no omitir nada de lo que tenía que ser dicho para que las personas se dieran cuenta de la gran injusticia que había sido cometida y en la que ellas mismas estuvieron involucradas. Vemos que el Apóstol no se autoprotege ni se deja llevar por respetos humanos, dejando en la penumbra los acontecimientos o incluso relativizándolos. Al mismo tiempo, percibimos que las palabras de Pedro no tienen ningún toque de amargura y que él no adopta la posición de un acusador ni mucho menos de un vengador.

“Ahora, hermanos, yo bien sé que hicisteis por ignorancia lo que hicisteis, como también vuestros jefes.”

En estas palabras de Pedro resuena el clamor de nuestro Señor en la Cruz: “Padre, perdónales, pues no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

Este equilibrio entre verdad y amor, que, por una parte, te hace capaz de decir la verdad, pero sin caer en la amargura que dificulta a las personas admitir lo que han hecho, es fruto de una profunda formación espiritual. Pedro llama al pueblo a la conversión: “Haced, pues, penitencia, y convertíos, a fin de que se borren vuestros pecados.”

Ciertamente ellos no estaban conscientes de quién era Aquél a quien hicieron crucificar, ni sabían que habían renegado de su Mesías. Además, el pueblo había sido incitado por sus líderes religiosos, y así pudo suceder con tanta facilidad que los gritos de júbilo por la entrada del Señor en Jerusalén el Domingo de Ramos se tornaran en el grito de “crucifícalo” el Viernes Santo.

Pero Pedro incluso da fe de la ignorancia de los jefes del pueblo. También a ellos los llama a reconocer su culpa, a hacer penitencia y a convertirse.

Creo que en este discurso de San Pedro encontramos un modelo de cómo afrontar los graves conflictos que están teniendo lugar en la Iglesia y en el mundo.

¿Cómo hacer frente a los errores que se están sumando en el Pontificado actual y en los que, por desgracia, también muchos fieles quedan implicados? Aunque –gracias a Dios– se hayan alzado más voces en la Iglesia contra la última declaración del Vaticano “Fiducia Supplicans”, negándose a seguir sus erradas indicaciones, ya es bastante tarde para esta reacción. La exhortación postsinodal “Amoris Laetitia”, la declaración de Abu Dabi, el culto a la Pachamama tolerado en el Vaticano y no expiado, el Motu Proprio “Traditionis Custodes” y el apoyo totalmente acrítico a las medidas gubernamentales en la crisis del Covid, ya habían abierto abismos en los que muchos fieles cayeron, confiando en la jerarquía eclesiástica.

Junto con Pedro podríamos decir: actuaron por ignorancia; no identificaron los engaños. Siguiendo el ejemplo de Pedro, tendríamos que añadir que aun los líderes actuaron por ignorancia. Probablemente incluso creyeron estar siguiendo la guía del Espíritu Santo y que de ese modo se renovaría la Iglesia y se tornaría más capaz de sobrevivir en el mundo moderno. Sin embargo, están equivocados.

Si nos fijamos en la situación del mundo, reconocemos el gran engaño que tuvo lugar en el marco de la crisis del Covid. Quizá la mayoría de los líderes realmente actuaron por ignorancia, creyendo que con las inyecciones se podría evitar un desastre. Pero no fue así. Las consecuencias de las inyecciones y de otras medidas erróneas se vuelven cada vez más patentes.

Entonces, ¿cómo podríamos aplicar a esta situación el ejemplo de San Pedro?

Es necesario decir la verdad con objetividad, en la medida en que ésta sea reconocible. Hay que hacérselo ver a los responsables en la Iglesia y en el mundo, para que reconozcan los errores en los que cayeron y las consecuencias que esto tiene. Sin embargo, nuestras palabras han de estar exentas de amargura, aunque sin falsas concesiones.

Es preciso que los responsables admitan sus faltas y se conviertan. Ofrecerles este camino diciéndoles la verdad es un deber de la caridad, incluso cuando parezca no haber indicios de que estén dispuestos a asumir la responsabilidad por lo que hicieron.

El reconocimiento de las culpas y la conversión de las personas no están en nuestras manos. Tampoco sabemos dónde ha entrado en juego la corrupción o incluso una mala voluntad. Sólo el Señor lo sabe, y Él se ocupará de ello.

En lo que respecta a la Iglesia, a nosotros nos corresponde permanecer fieles a la auténtica doctrina y distanciarnos de todo error. En lo que respecta al mundo, también necesitamos un buen discernimiento de espíritus para no obedecer ciegamente a autoridades cuyas instrucciones traen perjuicios.

En todo ello, estamos llamados a confiar en Dios, quien nos sostendrá y guiará en estos tiempos de tanta confusión.

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