Mt 7,6.12-14
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen. Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos. En esto consisten la Ley y los Profetas.
“Entrad por la entrada estrecha, porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición; y son muchos los que entran por ella. En cambio, ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida! Y pocos son los que lo encuentran.”
¿A qué se habrá referido nuestro Señor al hablar de ‘no echar a los perros lo que es santo’? En aquella época se denominaba “perros” a los que no pertenecían al Pueblo de Israel. Recordemos el pasaje en el que Jesús habla con la mujer cananea y le dice que “no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos” (Mt 15,26). Todos conocemos la magnífica respuesta de la mujer ante esta afirmación del Señor.
Entonces, ¿qué podrían significar estas palabras de Jesús si las aplicamos al contexto de hoy?
Enseguida se me viene a la mente la Santa Eucaristía, que es el gran tesoro de la Iglesia, junto con los otros sacramentos. En tiempos pasados, una persona que se convertía al catolicismo tenía un largo período de preparación antes de poder comulgar. También se exigía un ayuno eucarístico mucho más prolongado, que hasta el día de hoy suelen practicar nuestros hermanos ortodoxos. Toda la celebración de la Santa Misa se desarrollaba en un ambiente sacro; los fieles en la Iglesia Católica recibían la comunión de rodillas y en la boca, etc…
Ante todo, se daba mucha importancia a que los fieles estuvieran bien preparados y recibieran la sagrada hostia sólo estando en estado de gracia. ¡Y es que la Eucaristía representa el supremo tesoro de la Iglesia, que podía ser distribuido exclusivamente a los fieles! Creer en la presencial real de Cristo en la Eucaristía era, por supuesto, un requisito indispensable, pues, de lo contrario, se trataría solamente de una conmemoración, como suelen considerarlo los cristianos protestantes.
Hoy en día, en cambio, existe la tendencia de desvincular la Eucaristía de la sacralidad del sacrificio de Cristo. Entonces, como sucede en ciertos países, la Santa Misa se convierte más bien en una experiencia comunitaria, en la que todos pueden participar, incluidos aquellos que sólo están presentes por haber sido invitados a un bautismo o matrimonio, aunque en realidad están lejos de la Iglesia. Cuanto más se priva a la Santa Misa de su carácter sagrado, tanto más fácilmente se acercarán a recibir la santa comunión también aquellos que no están en la disposición adecuada para hacerlo.
¿Qué sucedería si se le dijera a una persona que no puede acercarse a recibir la comunión si no cumple las condiciones necesarias para ello? ¿Es posible que entonces se vuelva en contra de los que se lo hicieron notar?
El camino en pos de Cristo no es amplio ni cómodo: “¡Qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!” Aunque el amor de Dios sea infinito y Él trate de ponérnoslo lo más fácil posible, permanece en pie la seriedad de las exigencias que el seguimiento del Señor trae consigo. Se trata de un claro llamado a la conversión, que significa colocar la propia vida bajo el dominio de Dios.
Un verdadero encuentro con Dios siempre lleva a la persona a guardar sus mandamientos y a obedecer sus directrices. En su infinito amor, Dios mantendrá en pie esta condición y de ningún modo la cambiará por el hecho de que hoy en día las personas piensen distinto.
En nuestro tiempo, conviene recordar una y otra vez la contundencia de las palabras de Jesús. No podemos creer que la misericordia de Dios deba entenderse en el sentido de que hayan quedado abolidas las exigencias y el reto de cambiar nuestra vida. ¡Ésta sería una falsa comprensión de la misericordia! Precisamente cuando hemos experimentado la gracia del Señor, nos sentimos más interpelados a corresponderle: “A quien mucho se le da, mucho se le exige” (Lc 12,48). Se trata de una sencilla consecuencia, pues nos recuerda que debemos manejar con responsabilidad el bien que hemos recibido.
En este sentido, podríamos entender también la advertencia que encontramos al final del evangelio de hoy. Por más que podamos confiar en Dios y en su amor, hemos de cuidarnos de toda falsa autoconfianza, que puede volverse pecaminosa e inducirnos a error. Hemos de permanecer vigilantes para no apartarnos del camino estrecho por el que nos conduce el Señor. Es lo suficientemente ancho para abarcar a muchas personas, pero no hay cabida para que anden en él aquellos que desprecian las directrices y los mandamientos de Dios.