Fil 2,1-11
Hermanos: si hay una exhortación en nombre de Cristo, un estímulo de amor, una comunión en el Espíritu, una entrañable misericordia, colmad mi alegría, teniendo un mismo sentir, un mismo amor, un mismo ánimo, y buscando todos lo mismo. No hagáis nada por ambición o vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás superiores a uno mismo, y sin buscar el propio interés, sino el de los demás.
Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: el cual, siendo de condición divina, no reivindicó su derecho a ser tratado igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre.
El Apóstol San Pablo, que evidentemente se deleita en la comunidad de Filipo, los anima a continuar con seriedad en el camino emprendido. Al mismo tiempo, nos plantea a nosotros estos cuestionamientos: ¿Cómo son nuestras comunidades y parroquias hoy en día? ¿Cómo está la situación de la Iglesia? ¿Cómo nos tratamos mutuamente? ¿En qué medida somos nosotros pacificadores?
Detengámonos en algunas de las expresiones de San Pablo: habla de la “exhortación en nombre de Cristo” y de un “estímulo de amor”. Con estos términos, hace alusión a la exhortación fraterna, que ha de ayudar al hermano o a la hermana a mejorar en su camino con Dios. Evidentemente debe ir de la mano con el propio ejemplo de vida. San Pablo menciona la exhortación junto al “estímulo de amor”, enfatizando así cuál es la motivación interior que debe movernos, que es la de apoyar a nuestros hermanos en la fe. De hecho, toda la primera parte de la lectura de hoy está marcada por esta actitud: el amor fraterno en el Espíritu de Dios.
Es precisamente el amor fraterno el que ha de distinguir a la comunidad que surge en Cristo. Es la plena aceptación de la otra persona, que se ha convertido en nuestro hermano o hermana en el Señor. Y esta fraternidad no debe determinarse únicamente por simpatías o por los lazos de la sangre; sino que nuestra comunión ha de surgir del Espíritu y ser reflejo del amor de Cristo mismo.
Se trata de una alta exigencia, y podemos constatar que nuestro corazón aún debe transformarse notablemente para ser capaz de amar así. Bajo el influjo de la gracia, hay momentos en que, en un arrebato del corazón, sentimos la fuerza para responder a este reto de amor. ¡Y de hecho la gracia nos hace capaces de ello!
Pero, a la larga, debemos recorrer nuestro camino con realismo y trabajar en nuestro corazón, pues de él proceden la ambición y la vanagloria, y en él han de ser superadas. Esta es la pregunta que hemos de plantearnos sinceramente: ¿Notamos las oscuras profundidades de nuestro corazón y asumimos responsabilidad por ellas? O, por decirlo con más precisión aún: ¿Estamos verdaderamente dispuestos a conocernos a nosotros mismos o huimos de nuestras propias faltas y las reprimimos?
Con estas preguntas, tocamos el tema del conocimiento de sí mismo. No podemos olvidar que, después del conocimiento de Dios, lo más importante es el conocimiento de sí. Con la ayuda de Dios deberíamos ser capaces de examinar nuestro interior y descubrir lo que hay en él. Podemos pedirle al Espíritu Santo que nos muestre todo aquello que ha de ser tocado más profundamente por Él. Él responderá a nuestra petición y con su ayuda podremos hacer a un lado todo lo que obstaculiza el amor, de manera que nos convirtamos en luz para los demás.
Para emprender el camino necesario de transformación interior, San Pablo nos muestra el ejemplo de Cristo. En Él y siguiéndolo a Él, se volverá posible aquello de lo que humanamente no somos capaces: constituir una comunidad de amor fraternal, que vive unida en un mismo Señor y que tiene los mismos sentimientos de Cristo.