«¿Cómo creerán sin que se les predique?”

Rom 10,9-18

Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvado. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación. Porque dice la Escritura: ‘Todo el que crea en él no será confundido.’ O sea, que no hay distinción entre judío y griego, pues uno mismo es el Señor de todos, rico para todos los que lo invocan. Pues todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero, ¿cómo van a invocar a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo van a oír sin que se les predique? ¿Y cómo van a predicar si no son enviados? Como dice la Escritura: ‘¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian el bien!’ Pero no todos obedecieron a la Buena Nueva. Porque Isaías dice: ‘¡Señor!, ¿quién ha creído a nuestra predicación?’ Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo. Y pregunto yo: ¿Será que no han oído? ¡Claro que han oído! Por toda la tierra se ha difundido su voz, y hasta los confines de la tierra sus palabras.

Hoy, en la fiesta del Apóstol San Andrés, la Iglesia vuelve a hacernos ver cuán importante es el anuncio del Evangelio. A diferencia de lo que sugieren ciertas tendencias modernistas, las palabras de San Pablo nos dejan en claro que la fe es necesaria para la salvación. Confesar al Señor e invocar su nombre es imprescindible, porque el Reinado de Dios no está destinado únicamente al ámbito privado de la persona. ¡Su señorío es universal, y los fieles han de darlo a conocer en todo lugar! Precisamente el hecho de que nuestra fe ha de ser “pregonada desde los terrados” y se dirige al ámbito público, la distingue de cualquier otra sociedad secreta (Mt 10,27). 

Confesar a Jesús tiene siempre un carácter de testimonio y expresa la pertenencia de la persona a Dios. Negar al Señor y persistir en ello, en cambio, deforma la vida entera e implica el riesgo de que entonces tampoco el Señor se declare a nuestro favor (cf. Mt 10,33). Por supuesto que esto no significa que debamos sentirnos como presionados a profesar nuestra fe en cada situación de forma pública. Pero, eso sí, debemos pedirle al Señor que nos conceda la valentía de los confesores, de modo que demos la cara por nuestra fe y no la neguemos delante de los hombres. ¡Esto implica también declararse a favor de la Iglesia!

San Pablo nos muestra la lógica de por qué es necesario el anuncio de la fe: “Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero, ¿cómo van a invocar a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo van a oír sin que se les predique?”

En este contexto, es importante que entendamos bien el diálogo, del que tanto se escucha hablar hoy en día. Este diálogo será valioso en la medida en que constituya un medio de evangelización y no debilite la profesión de la fe. Tomemos como ejemplo el diálogo con las otras religiones. Sólo podremos llevarlo a cabo conforme al mandato misionero, si estamos convencidos de que toda persona ha de conocer a nuestro Señor Jesucristo. En nosotros debe haber un profundo deseo de que también aquellos que llevan una vida piadosa y poseen ciertas semillas del Verbo de Dios en su respectiva religión, lleguen a la plenitud del conocimiento de Cristo. De lo contrario, estaríamos privando a las personas de lo más importante, y esto representaría una ofensa al amor. En realidad esto sólo puede suceder cuando el propio corazón ya no está bien encendido en la fe, y cuando se ha debilitado la convicción de que para la salvación es necesario invocar el nombre del Señor. 

¡Cuánto más importante será entonces dar testimonio del Señor para aquellos que están lejos de la fe! La súplica: “Señor, envía obreros a tu mies” (cf. Mt 9,38) ha de convertirse en un ruego constante y urgente a Dios. El mandato misionero es de lo más importante, y cada uno está llamado a servir en la evangelización conforme a la manera propia que el Señor le ha confiado. 

San Pablo ardía en el Espíritu Santo por llevar el mensaje del Señor a todo lugar y velar para que esa fe anunciada también se mantenga viva. 

Recordemos que en las lecturas de los días anteriores fuimos exhortados a crecer en el amor y en la paz interior, que se convierte en fundamento para que haya paz a nivel exterior. Hoy, al celebrar al Apóstol San Andrés, escuchamos que la fe y la profesión de la misma hacen parte de la misión que nos ha sido encomendada, porque “¿cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar?”

Si queremos que el amor y la paz se difundan en el mundo, hemos de anunciar el Evangelio, porque sin Dios será imposible que “las espadas se conviertan en azadones y las lanzas en podaderas”, como decía la lectura de ayer (Is 2,4). 

¡Que San Andrés interceda por nosotros, para que ardamos en el Espíritu! Y nosotros mismos hemos de velar para que este fuego no se extinga. Porque ¿quién anunciará la verdad a los hombres si no lo hacen los cristianos, que la han conocido?