Mt 5,20-26
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos. Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás, pues el que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo que todo aquel que se encolerice contra su hermano será reo ante el tribunal; el que llame a su hermano ‘imbécil’ será reo ante el Sanedrín; y el que le llame ‘renegado’ será reo de la Gehenna de fuego.
“Entonces, si al momento de presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano. Luego vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario, mientras vas con él de camino, no sea que tu adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo.”
Con la venida de Jesús al mundo, la humanidad recibe una gracia más grande que la que tenía durante el tiempo de la Antigua Alianza. Podemos constatar esto, por ejemplo, en las reglamentaciones sobre el matrimonio. En la Antigua Alianza todavía se podía tener varias mujeres, sin incurrir en pecado; aunque era una ley todavía imperfecta, que Dios toleraba, por así decir, a causa de la “dureza de corazón” del hombre (cf. Mt 19,8). ¡Pero en la Nueva Alianza ya no es así! Un matrimonio entre dos bautizados es indisoluble. De esta forma, se restituye el plan originario que Dios tuvo para la relación entre el hombre y la mujer.
Puesto que la humanidad ha recibido esta enorme gracia con la venida del Señor, también las exigencias han aumentado. El evangelio de hoy nos lo muestra. Habrá que rendir cuentas por todo enojo u ofensa contra el hermano, porque ya ahí está obrando esa misma potencia que puede desembocar en actos concretos contra él. Por eso, debemos percibir en nosotros esta potencia, y vencerla.
Fijémonos en lo que sucede en el caso de la ira… La Sagrada Escritura nos enseña que “la ira del hombre no hace lo que es justo ante Dios” (St 1,20). Serán pocos los casos en que pueda hablarse de una “ira santa”, como la que se enciende en Jesús, cuando ve que han convertido el templo en un mercado (cf. Mt 21,12-13). Cuando una persona está enojada, suele creer que tiene razón y derecho para estar así, y vuelca su agresión sobre la otra persona. Esta ira suele estar acompañada también por una actitud soberbia, pues ni siquiera se da cuenta de que, en medio de su desenfrenado arrebato, está yendo mucho más allá de una justa corrección. ¡Cuántas veces la ira no tiene ninguna justificación, aunque parezca tenerla! La víctima de esa ira injustificada, permanece totalmente a la defensiva y casi no se atreve a hablar siquiera, no sea que el otro se enoje más aún. Así, pueden surgir situaciones muy injustas.
En pocas palabras, podemos decir que la ira tiene rasgos que pueden llevar psicológica y moralmente a la muerte del otro. ¡La ira es un mundo de injusticia y de desenfreno! De alguna manera, amenaza la vida de la otra persona, porque la intimida y puede hacerla temerosa, sobre todo cuando los arrebatos de ira se repiten frecuentemente. La ira desenfrenada es además un peligro, porque fácilmente lleva a actuar sin pensar, lo cual acarrea las respectivas consecuencias.
Por eso, el Señor quiere hacernos comprender los mandamientos más a profundidad. Estamos llamados a vencer interiormente la ira, y, si tenemos un temperamento iracundo, debemos apaciguarlo y suavizarlo con el influjo del Espíritu Santo. Debemos tomar conciencia de la fuerza destructiva de la ira, en lugar de justificarla o darle poca importancia. Esta última actitud estaría totalmente opuesta a lo que dice el evangelio de hoy, y nos robaría la fuerza para reconocer nuestro error y tomar las medidas necesarias.
Lo mismo que hemos dicho sobre la ira, se aplica también para las ofensas, que hieren el honor de la persona. Las ofensas son también un ataque a su vida psicológica; la humillan y atentan contra su dignidad.
También en este punto debemos ser muy cuidadosos. Si descubrimos este tipo de reacciones en nosotros, hemos de tomar las medidas necesarias. Y si ya se nos ha hecho costumbre ofender o humillar a otras personas, tendremos que luchar constantemente para superar esta actitud.
Todas estas reflexiones nos llevarán siempre a resaltar el mismo punto: debemos implorar la pureza del corazón, y esforzarnos por alcanzarla. Ella nos ayudará, a través de la fuerza del Espíritu Santo, a quitar las sombras que hay en nuestro corazón, y a notar ya las más mínimas desviaciones del camino del amor y de la verdad. Un corazón converso no podrá tolerarlas, minimizarlas o justificarlas. Pero, al mismo tiempo, este corazón sabe que el Señor ha venido para arrebatarnos del reino de las tinieblas. Por eso, a Él se dirigirá confiadamente, pidiéndole un nuevo corazón.
Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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