1Re 12,26-32; 13,33-34
En aquellos días, Jeroboán se puso a pensar: “Ahora podría volver el reino a la casa de David. Si el pueblo continúa subiendo para ofrecer sacrificios en el templo de Yahvé en Jerusalén, el corazón del pueblo se volverá a su señor, a Roboán, rey de Judá, y me matarán.” Tras tomar consejo el rey, fabricó dos becerros de oro, y dijo al pueblo: “Basta ya de subir a Jerusalén. Éste es tu dios, Israel, el que te hizo subir de la tierra de Egipto.”
Instaló uno en Betel y el otro en Dan. Esto incitó a pecar a Israel, porque unos iban a Betel y otros a Dan. Construyó también lugares de culto en los altos e instituyó sacerdotes del común del pueblo, que no eran descendientes de Leví. Jeroboán estableció una fiesta el día quince del mes octavo, al modo de la fiesta de Judá. Subió al altar que había edificado en Betel a ofrecer sacrificios a los becerros que había hecho.
Jeroboán no se apartó de su mal camino, pues siguió consagrando para los lugares de culto sacerdotes tomados de entre el pueblo común. Consagraba sacerdotes de los lugares de culto a todo el que lo deseaba. Este proceder condujo al pecado a la casa de Jeroboán y a su perdición y exterminio de la superficie de la tierra.
La lectura de hoy nos presenta un abuso de la religión para cuestiones de política; o, mejor dicho, para la propia ambición de poder. Éste es un asunto más que grave, porque se está abusando de lo más sagrado para los propios intereses. Entonces, no es que la persona esté confundida o ciega, sino que ella misma no se cree su engaño. ¡Es un fraude contra Dios y el pueblo creyente! Y lo hace con bastante conciencia…
¿Cómo puedo uno apartarse tanto de Dios?
En la historia de Salomón, escuchábamos que fue la seducción de sus mujeres la que lo hizo caer en idolatría. Evidentemente, su debilidad ante la belleza y atracción de las mujeres se convirtió en su ruina. Esto nos recuerda, sin duda, al pecado de su padre David, quien se arrepintió profundamente ante Dios y fue perdonado por Él.
En el caso de Jeroboán, vemos el miedo a perder el poder, así como también el miedo a perder su propia vida. ¡La combinación de estos dos elementos constituye un peligro letal!
La seducción del poder vive profundamente en el hombre, y lo conecta espiritualmente a la rebelión de Lucifer contra Dios. El poder parece transmitirle al hombre una supuesta grandeza y cuasi divinidad. Uno se embriaga en el poder, y éste le da a la persona una existencia irreal, que consiste en que uno se cree que, en virtud de su poder, podría hacerlo prácticamente todo, sin rendirle cuentas a Dios y, de alguna forma, tampoco a las personas.
Lucifer no quiso servir; sino ser como Dios. Entonces, tiene algo que ver con un delirio, en el que uno se introduce en un mundo enfermo, producto de las propias ilusiones, que ensalzan sobremanera a la propia persona.
En el caso de Jeroboán, no sólo está el miedo a perder el poder; sino que, en la pérdida de poder, ve amenazada su propia vida. De ahí que sus acciones sean aún más irreflexivas y ciegas frente a la realidad de Dios. Así, Jeroboán se convierte en seductor de los israelitas, e incluso instituye como sacerdotes a todos los que lo deseaban, pervirtiendo así este noble ministerio.
El resultado: La casa de Jeroboán fue destruida a causa del pecado.
Hasta aquí el relato bíblico…
¡Mucho más trágica que la debilidad es la soberbia, y la ambición de poder que de ella resulta! Es más fácil para el hombre darse cuenta, a veces avergonzado, de su debilidad, que percibir su ambición de poder y prestigio. ¡Querer ser grande por sí mismo es un tremendo mal! No siempre llegará al extremo como en la historia de Jeroboán; sino que puede estar presente en el corazón del hombre de forma muy sutil.
En su ejemplo y sus palabras, el Señor nos ofreció el remedio a este mal: el verdadero dominio que a Dios agrada y que Él mismo ejerce, es el servicio por amor. Para nosotros, los hombres, eso significa vivir constantemente de cara a Dios.
Aquí hemos de estar muy atentos en relación a nosotros mismos, pidiéndole al Señor que venza toda ambición de poder y toda soberbia en nuestro corazón, para que ningún halago -sea de fuera o de dentro- pueda corrompernos. La interiorización diaria de que todo nos ha sido dado por Dios, y el humilde reconocimiento de nuestras limitaciones, nos harán realistas, liberándonos así del delirio de nuestra supuesta grandeza. Qué hermosas fueron las palabras que escuchábamos hace algunos días en el testimonio de Roy Schoeman, cuando la Virgen María, estando él extasiado ante su belleza, le dijo: “¡Tú no entiendes nada! Yo no soy nada. Yo soy una criatura. ¡Él lo es todo!”
Mirar e imitar a María es un remedio para la “enfermedad de Jeroboán”. En lugar de buscar su propia grandeza y negarse a servir como Lucifer, Nuestra Señora dice: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38); y más adelante: “Proclama mi alma la grandeza del Señor (…) porque ha mirado la humillación de su esclava” (v. 46.48).
¡He aquí la respuesta a cualquier afán de protagonismo, a toda ambición de poder luciferina y a cualquier forma de autocomplacencia!
Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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