Después de haber escuchado sobre la extraordinaria conversión de San Pablo, quisiera presentar a todos nuestros oyentes a Roy Schoeman. Roy también experimentó la gracia de una conversión e iluminación. Como sabemos de San Pablo, un testimonio tal es muy importante, por lo cual él lo contaba una y otra vez, también como legitimación para su ministerio.
Hoy en día también conocemos el “dar testimonio”, cuando una persona cuenta sobre el camino que recorrió hasta encontrar a Dios; o, mejor dicho, el camino que Dios recorrió hasta encontrarla a ella… Esta historia siempre ha de llevar a la gratitud y alabanza de Dios. Cuando yo, Elías, he dictado retiros en México, algunos participantes me preguntaban sobre mi testimonio: ¿cómo fue mi camino para hallar la fe? También cuando yo escucho de personas que fueron llamadas por el Señor, me interesa mucho saber cómo fue que esto sucedió, para alabar a Dios por todos los caminos que Él encuentra para tocar a los hombres…
Ahora, escuchando el testimonio de Roy, quien, siendo judío, encontró la fe católica, se me hace presente San Pablo, para quien era tan importante que los hijos de Israel reconocieran a su Mesías. ¡Él ardía en ese celo! También puedo descubrir algo de este ardor en Roy, con quien colaboramos a veces en Israel. Tanto él, como también nosotros de Harpa Dei y la comunidad Agnus Dei, tenemos el gran deseo de que el “primogénito Israel” finalmente reconozca a su Mesías. Aquí resuenan las palabras de San Pablo como llamamiento incesante, hasta que llegue el momento de su cumplimiento:
“Voy a deciros algo a vosotros, los gentiles: Yo estoy orgulloso de mi ministerio como verdadero apóstol de los gentiles, pero lo llevo a cabo con la esperanza de despertar celos en los de mi raza y salvar a alguno de ellos. Porque, si su rechazo ha supuesto la reconciliación del mundo, ¿qué será su readmisión, sino una resurrección de entre los muertos?” (Rom 11,13-15)
Escuchemos a continuación la primera parte del testimonio de conversión de Roy Schoeman:
Nací y fui educado como judío. Vivíamos en las afueras de la ciudad de Nueva York. Mis padres eran judíos alemanes, refugiados del Holocausto. Mi padre partió de Alemania mientras pudo, poco después de que Hitler llegara al poder. Mi madre fue menos afortunada. Ella huyó a Francia, pero allí la recogió la Gestapo y la puso en un tren hacia un campo de concentración. Pero logró escapar cuando aún estaba en Francia y huyó a los EE.UU., donde mis padres se conocieron y se casaron.
Toda mi educación e infancia fueron verdaderamente judías. Así a establecimientos educativos judíos hasta llegar a la universidad. Fui bastante piadoso como judío; pero perdí mi fe estando en la universidad y llegué a ser esencialmente ateo. Entré a la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard, donde me gradué bastante bien. Me invitaron a ser profesor allí. Así que, a los 29 años de edad, me había convertido en un nuevo docente de la Escuela de Negocios de Harvard.
Lo que he sabido toda mi vida es que debía haber un verdadero sentido para la vida. Cuando era niño, creía que descubriría este sentido cuando llegase a tener una relación personal con Dios, lo cual pensé que sucedería en mi ‘Bar Mitzwa’, que es muy similar a la confirmación católica, cuando el niño judío cumple los 13 años de edad. Pero cuando, llegado el día de mi ‘Bar Mitzwa’, no sucedió lo que yo había anhelado, éste se convirtió en uno de los días más tristes de mi vida. Entonces pensé que el verdadero sentido de mi existencia lo encontraría cuando obtuviera la licencia de conducir; o cuando comenzara la universidad; o cuando fuera aceptado en la Escuela de Negocios de Harvard; o cuando comenzara mi carrera…
Sin embargo, habiendo alcanzado en mi carrera mundana un éxito mayor al que jamás hubiera imaginado, todavía no hallaba el sentido y el propósito de mi vida. La diferencia era que, llegado a este punto, ya no había nada que esperar que pudiese aún darle este sentido a mi vida. Así que caí en la más profunda desesperación, pensando que seríamos un mero accidente químico, que vive durante 80 o 100 años, y que no había sentido ni propósito en la vida.
En medio de esa desesperación, salí a caminar por la naturaleza una mañana. Y fue entonces cuando recibí la mayor gracia de mi vida. Estaba caminando, perdido en mis pensamientos, cuando de repente el velo entre el cielo y la tierra desapareció. Me encontré de pronto conscientemente en la presencia de Dios. Vi mi vida tal como la vería después de la muerte en la presencia de Dios. Vi cómo me sentiría después de mi muerte acerca de todo lo que he hecho. Vi todo aquello de lo que me sentiría orgulloso y lo que hubiera deseado haber hecho de otra forma.
Vi los dos grandes arrepentimientos que tendría después de morir:
1) Respecto a todo el tiempo y la energía que invertí buscando ser amado, siendo así que durante cada momento de mi existencia había estado sumergido en un océano de amor más grande de lo que jamás pude imaginar, proveniente de un Dios omnisapiente y lleno de amor.
2) El otro gran arrepentimiento sería cada hora que había desperdiciado, no haciendo nada importante a los ojos de Dios. Vi que cada acción tiene un contenido moral, que es observado y grabado para toda la eternidad. Cada momento tiene el potencial para hacer una acción de valor a los ojos del cielo, aunque fuese solo recitar una pequeña oración, que será recompensada para toda la eternidad. Y cada oportunidad que dejemos pasar será una oportunidad perdida para toda la eternidad.
En ese momento yo era profesor de economía, y todo se trataba de alcanzar la mayor ganancia posible. Vi toda mi vida como a través de un espejo retrovisor, diciéndome a mí mismo: “Si tan solo esto o aquello no hubiera sucedido, hoy sería feliz”. Sin embargo, no había nada más lejano a la realidad, pues absolutamente todo lo que me ha pasado era lo más perfecto que pudo haber sido planificado de parte de un Dios omnisapiente y lleno de amor; no solamente incluyendo los momentos que más sufrimiento me causaron; sino precisamente aquellos momentos dolorosos. Vi que no había ninguna razón para desesperarse en ningún momento, sino que absolutamente todo lo que me había sucedido en mi vida, había estado perfectamente planeado.
Lo más impactante de esta singular experiencia fue llegar a la absoluta certeza de que Dios mismo -ese Dios que no creó solamente todo cuanto existe sino también la existencia misma- no sólo me conocía por mi nombre, sino además me había cuidado todo el tiempo, preocupándose por mí; no sólo planificando las cosas que me han pasando, sino importándole también como yo me sentía en cada instante de mi existencia. De una manera muy real, Él era feliz por todo lo que a mí me hacía feliz; y se entristecía por cuanto a mí me entristecía. El ver cuán íntimamente Dios me conocía y se preocupaba por mí fue definitivamente la parte más conmovedora de esta experiencia.
Entonces supe que el sentido y propósito de mi vida era el de servir a mi Señor, Maestro y Dios; Aquel que se me estaba revelando. Lo que aún no sabía era su nombre y cuál era su religión. No podía pensar en él como el Dios del Judaísmo, que en el Antiguo Testamento aparece mucho más distante y severo de cómo se me presentaba ahora (lo cual es lógico, porque la relación entre Dios y el hombre antes de Cristo era totalmente distinta).
Así que, mientras seguía caminando, oré para conocer su nombre, para saber cuál religión seguir, de manera que pudiese adorarlo y servirle de forma apropiada. La oración que pronuncié fue la siguiente: “¡Revélame tu nombre! No me importa si eres Buda y yo tenga que hacerme budista; no me importa si eres Krishna y yo tenga que hacerme hindú; no me importa si eres Apolo y yo tenga que llegar a ser como un romano pagano… con tal de que no seas Cristo y tenga yo que hacerme cristiano”.
Él no me reveló su nombre en ese momento, porque, obviamente, yo no estaba listo todavía para escuchar su respuesta.
Regresé a casa después de esta experiencia, feliz por primera vez desde mi infancia. Sabía que no había ninguna razón para preocuparse jamás; sabía que viviríamos para siempre; sabía que la vida tiene un sentido y profundidad infinitos, porque cada momento tiene el potencial para una acción moral; tiene valor a los ojos del cielo, y recibiremos una recompensa para toda la eternidad.
Después de esta experiencia, lo único que anhelaba era conocer el Nombre de ese Dios. Así, cada noche, antes de dormir, recitaría una oración, pidiendo que se me descubriese el nombre de mi Dios y Señor, que aquel día se me había revelado…
Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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