CARTA A LOS ROMANOS (Rom 13,1-7): “El verdadero cumplimiento de la ley”    

Rom 13,1-7

Que toda persona esté sujeta a las autoridades que gobiernan, porque no hay autoridad que no venga de Dios: las que existen han sido constituidas por Dios. Así pues, quien se rebela contra la autoridad, se rebela contra el ordenamiento divino, y los rebeldes se ganan su propia condena. Pues los gobernantes no han de ser temidos cuando se hace el bien, sino cuando se hace el mal. ¿Quieres no tener miedo a la autoridad? Haz el bien, y recibirás su alabanza, porque está al servicio de Dios para tu bien. Pero si obras el mal, teme, pues no en vano lleva la espada; porque está al servicio de Dios para hacer justicia y castigar al que obra el mal. Por tanto, es necesario estar sujeto no sólo por temor al castigo, sino también por motivos de conciencia. Por esta razón les pagáis también los tributos; porque son ministros de Dios, dedicados precisamente a esta función. Dadle a cada uno lo que se le debe: a quien tributo, tributo; a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor.

Hoy escuchamos a Pablo dando instrucciones a la Iglesia de Roma sobre cómo tratar con la autoridad estatal. Hace hincapié en que ésta ha sido instituida por Dios y, por tanto, puede exigir obediencia. Nadie debe temerla si practica el bien. Lleva la espada para hacer justicia a quien obra el mal. Como cristianos, acatamos estas instrucciones, pero teniendo en cuenta que existen ciertos límites de la obediencia cuando las autoridades estatales exigen algo que va contra nuestra conciencia. En este caso, estarían actuando arbitrariamente y contra la ley.

En su encíclica Pacem in terris, el papa Juan XXIII resume esta enseñanza de la siguiente forma:

“El derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres; más aún, en semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo” (Encíclica Pacem in terris, n. 51).

Es importante tener esto presente, porque nos enfrentamos a una legislación cada vez más anticristiana, que no podemos acatar por causa del Señor. Pensemos, por ejemplo, en los recientes acontecimientos en el Reino Unido, donde se aprobó una ley por la que los niños no nacidos quedan sin ninguna protección estatal, así como en muchas otras leyes impías que rigen en este mundo.

Sigamos leyendo la Carta a los Romanos de San Pablo:

“No debáis nada a nadie, a no ser el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo ha cumplido plenamente la Ley. Pues ‘no adulterarás’, ‘no matarás’, ‘no robarás’, ‘no codiciarás’ y cualquier otro precepto, se compendian en este mandamiento: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. La caridad no hace mal al prójimo. Por tanto, la caridad es la plenitud de la Ley” (Rom 13,8-10).

San Pablo nos lleva aquí al núcleo del mensaje cristiano. Todo lo que nuestro amantísimo Padre hace, brota de la fuente de su Corazón, que ama inconmensurablemente a los hombres. No existe otra motivación en el actuar de Dios, pues en Él no hay sombra alguna. Todo lo que creó lo hizo por amor, que lo llevó hasta las últimas consecuencias, asumiendo el sufrimiento y la muerte para redimir a su Creación, nuevamente movido por este mismo amor.

Esto es lo que nos enseña la Iglesia en virtud del mensaje que le fue confiado. En consecuencia, el cumplimiento de la ley consiste en transmitir a los demás el amor que Dios nos concede. Esto es lo que Él quiere de nosotros, pues el testimonio de su amor ha de ser llevado hasta los confines de la tierra. Esto es lo que puede transformar el mundo: que los hombres se abandonen a Dios y acojan la gracia de la salvación en Cristo. Al fin y al cabo, la falta de paz que hay que lamentar en este mundo se debe al incumplimiento de los mandamientos divinos, pues así el amor de Dios no puede penetrar en los corazones de los hombres para transformarlos y hacerlos capaces de amarle a Él y al prójimo.

Finalmente, San Pablo exhorta a la comunidad cristiana a sacudirse toda somnolencia y no le deja a oscuras sobre los puntos que deben observarse en el seguimiento de Cristo:

“Ya es hora de que despertéis del sueño, pues ahora nuestra salvación está más cerca que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día está cerca. Abandonemos, por tanto, las obras de las tinieblas, y revistámonos con las armas de la luz. Como en pleno día tenemos que comportarnos honradamente, no en comilonas y borracheras, no en fornicaciones y en desenfrenos, no en contiendas y envidias; al contrario, revestíos del Señor Jesucristo, y no estéis pendientes de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rom 13,11-14).

Se trata de un estilo de vida claro y transparente, esencial para el despliegue de la gracia que se nos ha confiado. Las obras de las tinieblas ya no deben tener poder sobre nosotros. Por ello, estamos llamados a refrenar nuestras concupiscencias y a no alimentarlas con una vida desordenada. Esto supone estar vigilantes y «revestirnos del Señor Jesucristo», es decir, adoptar su forma de ser y de actuar, y convertirnos en testigos de su amor.

Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/seguir-el-llamado-2/

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